El lanzamiento de dos grandes premios literarios que concederá el 
Estado mexicano a partir de este año puede ser visto como el gesto 
grandilocuente con que la actual administración ha decidido dejar su 
impronta en el terreno de la cultura, luego de los olvidables fastos y 
sinsentidos con que se pretendió conmemorar el bicentenario de la 
Independencia y el centenario de la Revolución, incluida la estúpida 
Estela de Luz (aunque ésta, por desgracia, no será olvidable en 
absoluto: ahí seguirá erguida como el inmejorable monumento a la 
desvergüenza). Lo manda la tradición, parece: que no se puedan largar 
sin hacer una última gran daga —como Fox con su bibliotecota absurda e 
inservible. El Premio Sergio Pitol a la Trayectoria Destacada en 
Traducción Literaria, pero sobre todo el Premio Internacional Carlos 
Fuentes a la Creación Literaria, organizados ambos por el Conaculta y 
dotados con cuantiosos cheques, pertenecen a esa categoría de actos de 
gobierno en que se privilegia el relumbrón por encima de la atención a 
las necesidades reales, y que se presentan disfrazados de interés 
público por sus presuntos móviles: el homenaje que se pretende rendir a 
los autores cuyos nombres toman, el reconocimiento a quienes los ganen, 
la afirmación de la importancia que México demostrará conferirle a la 
creación artística, esa materia con la que no se sabe nunca bien qué 
hacer como no sea derrochar el erario.
            Algo quiere 
decir que ni Sergio Pitol estuviera sobre aviso de la institución de un 
premio en su nombre (100 mil dolaritos por entregarse durante la 
celebración de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara: otro 
limón pa’l caldo): ha sido una ocurrencia, y quien la tuvo incurrió en 
la majadería de ni siquiera consultar al «homenajeado», quien se mostró 
perplejo y suspicaz al enterarse (ver la nota que ayer publicó Mural).
 El otro, el Premio Carlos Fuentes, que sí fue presentado con el aval de
 la viuda y cacareado con críptica cursilería por la titular del 
Conaculta como «un reconocimiento al hombre que hizo más grande el 
tiempo mexicano» (también dijo que ya lo habían pensado hacía tiempo, 
pero que, como el señor se murió, pues le dieron prisa), es acaso más 
injustificable por su monto descabellado, 250 mil dólares (casi tres y 
medio millones de pesos), con el que desbanca a todos los otros 
galardones que existen en español, incluidos el Cervantes y el Premio 
FIL —que automáticamente han quedado convertidos en premios de 
consolación para segundones.
            Viéndolo bien, el Premio 
Fuentes se parecerá mucho al autor en cuya memoria se instaura, y así 
flaco favor le hace: mucha ostentación de las apariencias, grandes 
intereses en juego (por ejemplo los del mercado editorial), asentamiento
 de los grandes malentendidos de la cultura mexicana y la supuesta 
gloria que en realidad es mera publicidad. Y lo entregará un país en que
 no se lee —ni parece que a nadie le importe.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 5 de julio de 2012.
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1 comentarios:
excelente espacio, premiemos la literatura como un modo de expresión libre donde interactua el escritor y el lector en una sana convivencia de saberes. 
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