La noticia es triste, qué duda cabe, trátese de quien sea: que una persona vaya apagándose al disolverse su inteligencia en las brumas de la confusión y del olvido. Por mucho que pueda ser comprensible si ocurre a una edad avanzada, siempre parecerá —y será— una injusticia y una crueldad. Es lo que está pasándole, según más de un testimonio fidedigno, al novelista Gabriel García Márquez, quien estaría así saliendo de esta vida por esa puerta ominosa, indeseable para el fin de la vida de cualquiera… pero aparentemente más indeseable, se pensaría (quién sabe si con razón), para alguien cuya mente ha dado frutos que tantos han gozado y aprovechado para sus propias comprensiones del mundo a través de la literatura: por eso la noticia tiene un carácter de alarmante, porque implica que de esa mente no cabrá esperar ya nada más (es decir: ningún otro fruto como los que ha sido capaz de dar).
La celebridad del Nobel colombiano, seguramente uno de los escritores sobre quienes más incesantemente se han proyectado los reflectores de esa forma vicaria de la gloria que es la fama —y que alimentan la publicidad y la voracidad de los medios—, es causa evidente de que la incumbencia del hecho rebase el ámbito de lo privado y se convierta en materia noticiosa: como una indiscreción que de inmediato fue recogida por la prensa, que le dio necesariamente la resonancia espectacular que exigía, la revelación de la condición de García Márquez que hizo su amigo Plinio Apuleyo Mendoza (sospechas, en realidad, que éste declaró a un periódico chileno) fue seguida por las confirmaciones de uno de sus hermanos (recogidas por un periódico español), y poco después por el testimonio brindado por Alfredo Bryce Echenique a una radiodifusora peruana («Fui testigo de la demencia senil de Gabriel. Era muy triste, se había ido por días y volvía por días»). Tácitamente admitidas como razón de que el novelista lleve ya un buen tiempo alejado de actos públicos —las últimas veces que ha estado en la FIL de Guadalajara, por ejemplo, se ha limitado a dejarse llevar y traer y a saludar y a no abrir jamás la boca—, estas malas nuevas fueron, luego, desmentidas por Jaime Abello, el director de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano que García Márquez ha tutelado desde que la creó. Se diría que con rabia, Abello pretendió zanjar el asunto con un tuit impaciente (reproducido de inmediato en diarios colombianos, mexicanos, venezolanos, etcétera): «Por favor no más comunicaciones de solidaridad: Gabo NO está demente; simplemente anciano y olvidadizo, todavía lo puedo disfrutar como amigo». (También repelaron un par de periodistas que aseguran haber convivido recientemente con el escritor y haberlo hallado perfectamente lúcido).
Bueno, ¿y si si está senil? ¿Por qué tendría que ser inaceptable? En cualquier caso, ¿por qué un asunto tan triste no queda del todo restingido al círculo familiar, por qué ha de ser pasto para nuestra indecente atención?
La celebridad del Nobel colombiano, seguramente uno de los escritores sobre quienes más incesantemente se han proyectado los reflectores de esa forma vicaria de la gloria que es la fama —y que alimentan la publicidad y la voracidad de los medios—, es causa evidente de que la incumbencia del hecho rebase el ámbito de lo privado y se convierta en materia noticiosa: como una indiscreción que de inmediato fue recogida por la prensa, que le dio necesariamente la resonancia espectacular que exigía, la revelación de la condición de García Márquez que hizo su amigo Plinio Apuleyo Mendoza (sospechas, en realidad, que éste declaró a un periódico chileno) fue seguida por las confirmaciones de uno de sus hermanos (recogidas por un periódico español), y poco después por el testimonio brindado por Alfredo Bryce Echenique a una radiodifusora peruana («Fui testigo de la demencia senil de Gabriel. Era muy triste, se había ido por días y volvía por días»). Tácitamente admitidas como razón de que el novelista lleve ya un buen tiempo alejado de actos públicos —las últimas veces que ha estado en la FIL de Guadalajara, por ejemplo, se ha limitado a dejarse llevar y traer y a saludar y a no abrir jamás la boca—, estas malas nuevas fueron, luego, desmentidas por Jaime Abello, el director de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano que García Márquez ha tutelado desde que la creó. Se diría que con rabia, Abello pretendió zanjar el asunto con un tuit impaciente (reproducido de inmediato en diarios colombianos, mexicanos, venezolanos, etcétera): «Por favor no más comunicaciones de solidaridad: Gabo NO está demente; simplemente anciano y olvidadizo, todavía lo puedo disfrutar como amigo». (También repelaron un par de periodistas que aseguran haber convivido recientemente con el escritor y haberlo hallado perfectamente lúcido).
Bueno, ¿y si si está senil? ¿Por qué tendría que ser inaceptable? En cualquier caso, ¿por qué un asunto tan triste no queda del todo restingido al círculo familiar, por qué ha de ser pasto para nuestra indecente atención?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 12 de julio de 2012.
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