Tiraderos


Se explicará por un principio de conducta compulsiva o como un hábito que no me he propuesto nunca examinar detenidamente, quizás para moderarlo: no puedo pasar delante de un tiradero de libros sin detenerme a echar siquiera un vistazo (tiradero: la exhibición que un comerciante hace de su mercancía directamente sobre la banqueta, o en una plaza o un camellón). Por curiosear así, tengo claro que, sobre todo en tiempos ya remotos —cuando empezaba a cobrar forma lo que yo llamo mi biblioteca, pero que más bien es un tilichero ingente que ignoro según qué orden ha proliferado—, he dado con algunos hallazgos decisivos para mi historia de lector, como el libro Una violeta de más, de Francisco Tario (en su primera edición, lo que da al hallazgo un extra de naturaleza más bien fetichista), y quizás por la esperanza de que el milagro acontezca cada vez es que siempre meto el freno de mano y veo qué hay. Lo triste de los milagros es que escaseen, sin embargo, y que obstinarse en procurarlos sea una vía segura de inhibir su ocurrencia.
    Decía Borges que a menudo se enfrentaba a la alegría de encontrar a la venta un libro anhelado y, simultáneamente, a la decepción de recordar que ya lo tenía. Aunque a veces me ha salvado de esa decepción la desmemoria (y por eso he llegado a reunir hasta tres ejemplares del mismo título, lo cual es pura tontera, y sólo cabe resarcirse regalando los ejemplares repetidos, cosa que siempre se me olvida hacer), conforme pasan los años he advertido que los tiraderos se me presentan, más que como yacimientos de maravillas, como ocasiones para la verificación de ciertos misterios. No sé, por ejemplo, cómo es que pude hacerme en ellos de la Divina comedia traducida por Ángel Crespo (los tres tomos, en magníficas condiciones y muy baratos), o de varios títulos de Ibargüengoitia o de Elizondo, de Beckett, de Pound, de Böll, entre otros muchos autores que así entraron en mis libreros y con los que jamás he vuelto a toparme en la calle y a la pasada. Pero lo que sí hay —lo que siempre hay— es una especie de libros que por lo visto así han de seguir circulando por toda la eternidad (la serie Chris, nacida inocente, de portadas ilustradas con fotos de Linda Blair y sin firma, o los libros de José Ingenieros, Salvador Borrego, Leon Uris, Pearl. S. Buck y demás, amén de las ediciones gubernamentales o universitarias que misteriosamente han escapado de las bodegas perpetuas para las que fueron hechas, o de colecciones de «joyas» u «obras maestras» de la literatura universal que tuvieron tirajes insensatos): ¿será que son libros que incesantemente se compran entre sí sólo los dueños de los tiraderos, para ponerlos a su vez a la venta?
    Hace años, un amigo se puso a rematar sus libros: hizo un tiradero en su casa, y allá fuimos, como aves de rapiña —aunque con tantita culpa: sentíamos que lo saqueábamos y que estaba cometiendo una necedad. Ahora no me parece tan mala idea.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 19 de julio de 2012.
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