Ignoro qué me habría hecho falta para ignorar —tranquilamente, saludablemente— quiénes son William y Kate, para que me importara un comino que van a casarse mañana y para que dedicara a cualquier otra cosa el tiempo y la atención que voy a dedicar a su enlace. Pero, como dijo alguna vez Arturo Suárez, «a mí sí me importan los cominos», y particularmente éste, que además es de un tamaño imposible de soslayar. ¿Qué me habría hecho falta para no saber quiénes son los integrantes de esta pareja? Supongo que algo de obstinación para cerrar los oídos y los ojos ante cualquier mención de personas como éstas, que en realidad ni a mí ni a nadie que no sea su súbdito tendrían que resultarnos tan familiares. Pero carece de sentido imaginarse a salvo de intromisiones así, de presencias que se van colando por los pasadizos de la ilusión o el morbo hasta el fondo de nuestras cabecitas sin que apenas nos demos cuenta.
(Siento que debo aclararlo: no es que William y Kate ni ninguno de sus esperpénticos parientes ni similares me hagan ilusión, si bien —en un plan pedantísimo— he dado vueltas a la idea de que mi interés por la realeza británica, en concreto —un interés que tampoco es tan grande—, acaso se deba al interés, natural y comprensible, que ciertos autores que venero pudieron llegar a tener por las testas coronadas de aquellos rumbos, a las que además debían lealtad y obediencia. Pienso, por ejemplo, en Samuel Pepys, quien fue despachando su diario londinense por un tramo del siglo XVII, un documento de sabrosísima lectura, rico en intrigas palaciegas y cruzado en todas direcciones por los nobles, los aristócratas y toda esa pelusa cuyas secuelas veremos mañana atestar la Abadía de Westminster. Pero no es así: por muy bien que me caigan muchos ingleses, de John Donne a John Cleese, estoy lejos de identificarme con la voluntad que han puesto en preservar ese disparate que es la monarquía, sobre todo en los tiempos que corren y con los desfiguros que sus integrantes, esa punta de parásitos, son capaces de hacer).
No debe de ser tan enigmática la fascinación global que suscita el acontecimiento: será difícil que nos toque volver a ver semejantes fastos de cursilería... aunque algo así habremos pensado quienes presenciamos la boda de la princesa malograda ¡hace 30 años! Como sea, también hay un deleite de orden zoológico en conocer las evoluciones de una especie casi extinta (ojalá), y en constatar hasta dónde pueden llegar los disparates en torno, como en la historia de la mexicana cretina que se puso en huelga de hambre frente a la embajada británica con tal de que la llevaran de gorra al casorio (parece que ya lo consiguió: no faltaron cretinos que la ayudaran). Creo que es el mejor modo de asomarse a las vidas y los hechos que consigna la llamada «prensa del corazón», así sea nomás para no estar haciendo corajes: viéndolos como un surtidero de lo insólito y lo descabellado. Que puede ser incalculable.
(Siento que debo aclararlo: no es que William y Kate ni ninguno de sus esperpénticos parientes ni similares me hagan ilusión, si bien —en un plan pedantísimo— he dado vueltas a la idea de que mi interés por la realeza británica, en concreto —un interés que tampoco es tan grande—, acaso se deba al interés, natural y comprensible, que ciertos autores que venero pudieron llegar a tener por las testas coronadas de aquellos rumbos, a las que además debían lealtad y obediencia. Pienso, por ejemplo, en Samuel Pepys, quien fue despachando su diario londinense por un tramo del siglo XVII, un documento de sabrosísima lectura, rico en intrigas palaciegas y cruzado en todas direcciones por los nobles, los aristócratas y toda esa pelusa cuyas secuelas veremos mañana atestar la Abadía de Westminster. Pero no es así: por muy bien que me caigan muchos ingleses, de John Donne a John Cleese, estoy lejos de identificarme con la voluntad que han puesto en preservar ese disparate que es la monarquía, sobre todo en los tiempos que corren y con los desfiguros que sus integrantes, esa punta de parásitos, son capaces de hacer).
No debe de ser tan enigmática la fascinación global que suscita el acontecimiento: será difícil que nos toque volver a ver semejantes fastos de cursilería... aunque algo así habremos pensado quienes presenciamos la boda de la princesa malograda ¡hace 30 años! Como sea, también hay un deleite de orden zoológico en conocer las evoluciones de una especie casi extinta (ojalá), y en constatar hasta dónde pueden llegar los disparates en torno, como en la historia de la mexicana cretina que se puso en huelga de hambre frente a la embajada británica con tal de que la llevaran de gorra al casorio (parece que ya lo consiguió: no faltaron cretinos que la ayudaran). Creo que es el mejor modo de asomarse a las vidas y los hechos que consigna la llamada «prensa del corazón», así sea nomás para no estar haciendo corajes: viéndolos como un surtidero de lo insólito y lo descabellado. Que puede ser incalculable.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 28 de abril de 2011.