El arte trabaja contra la indiferencia y contra el olvido, y, en pos de la mayor amplitud de sus alcances y de su perdurabilidad, busca —sépalo o no, sea o no evidente— estatuirse como una clave para descifrar la circunstancia en que le ha tocado nacer. Perdón, no recuerdo ahora de quién es esta idea: es tan difícil precisar quién fue el hombre más poderoso en tiempos de Bach como irrelevante e inútil: al paso de los siglos qué poco termina importando un dato semejante, si lo que queda de ese tiempo es justamente la música de Bach, que lo explica de modo inmejorable. Supongo que es inevitable: la literatura que se propone o se aviene a hacer suya la materia que le surte lo inmediato quiere, más allá de los cometidos que persiga su autor (estéticos, ideológicos o de cualquier índole, incluso mercantiles), ser testimonio y memoria —pero también la que rechaza o desdeña lo inmediato, y prefiere sustraerse ilusoriamente del mundo en que está siendo escrita: dar la espalda es un gesto a veces más significativo. En un iluminador ensayo que consagra a La piel, de Curzio Malaparte, Milan Kundera demuestra cómo en esta novela hay una memoria más confiable que la historia, con todas sus puntualizaciones, para comprender el horror de la Segunda Guerra Mundial. Kundera habla de una «belleza que delira»: la prosa de Malaparte, seducida por la poesía de lo inverosímil, dando cuenta de atrocidades que la imaginación literaria por sí sola habría sido incapaz de concebir.
El arte y la literatura presentes trabajan, a sabiendas o no, por llegar a constituir, en el futuro, el elocuente corpus de vestigios por el que será posible la comprensión mejor del pasado. Y buena parte de cuanto está integrando en México esa tradición venidera se decanta por la consignación de la realidad enloquecida. Vengo de leer, en una sola tarde y de jalón, cuatro cuentos con los que voy —creo— dándole forma a un desasosiego que ya percibía desde hace rato, y que tiene que ver con los modos ineluctables en que esta realidad determina los rumbos de nuestra imaginación. (También ahondan ese desasosiego el poema «Los muertos», que la poeta María Rivera leyó frente a Palacio Nacional en la manifestación del pasado 6 de abril, y desde luego el que escribió Javier Sicilia para cancelar su poesía, luego de que asesinaran a su hijo). Tres de esos cuentos están en el número actual de la revista Letras Libres, y son de Álvaro Enrigue, Julián Herbert y Jorge F. Hernández; el cuarto es de Nadia Villafuerte, y puede leerse en el blog Nuestra Aparente Rendición. Los cuatro son atroces, son fascinantes, son irresistibles: piezas insuperables de belleza delirante, y estremecedores al apartar la vista de su lectura y pensar de dónde salen. Y son sólo algunos: mucho de lo mejor de lo que está escribiéndose en México procede de lo peor que presenciamos. Y seguramente se quedan cortos: el arte siempre va a la zaga de la insospechable, inconcebible y espantosa realidad.
El arte y la literatura presentes trabajan, a sabiendas o no, por llegar a constituir, en el futuro, el elocuente corpus de vestigios por el que será posible la comprensión mejor del pasado. Y buena parte de cuanto está integrando en México esa tradición venidera se decanta por la consignación de la realidad enloquecida. Vengo de leer, en una sola tarde y de jalón, cuatro cuentos con los que voy —creo— dándole forma a un desasosiego que ya percibía desde hace rato, y que tiene que ver con los modos ineluctables en que esta realidad determina los rumbos de nuestra imaginación. (También ahondan ese desasosiego el poema «Los muertos», que la poeta María Rivera leyó frente a Palacio Nacional en la manifestación del pasado 6 de abril, y desde luego el que escribió Javier Sicilia para cancelar su poesía, luego de que asesinaran a su hijo). Tres de esos cuentos están en el número actual de la revista Letras Libres, y son de Álvaro Enrigue, Julián Herbert y Jorge F. Hernández; el cuarto es de Nadia Villafuerte, y puede leerse en el blog Nuestra Aparente Rendición. Los cuatro son atroces, son fascinantes, son irresistibles: piezas insuperables de belleza delirante, y estremecedores al apartar la vista de su lectura y pensar de dónde salen. Y son sólo algunos: mucho de lo mejor de lo que está escribiéndose en México procede de lo peor que presenciamos. Y seguramente se quedan cortos: el arte siempre va a la zaga de la insospechable, inconcebible y espantosa realidad.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 14 de abril de 2011.
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