La concesión del Premio FIL 2010 a Margo Glantz es indiscutible. Es decir: ya anunciado el galardón, ya confirmado que la escritora lo acepta, y puesto que la convocatoria no contempla mecanismos de impugnación de los que puedan valerse quienes estén inconformes con la decisión del jurado (y si hubiera modo quién iba a meterse en ese berenjenal: total, ni que fuera qué), no tiene sentido discutir el asunto. Para eso son inapelables los fallos, además. Y para eso se confía en el trabajo de un jurado, en su capacidad de discernimiento al ponderar las candidaturas participantes (que pueden ser presentadas, dice la convocatoria, por «cualquier institución cultural o educativa, asociación o grupo de personas interesadas en la literatura», o bien promovidas por los propios integrantes del jurado), en las razones (de índole confidencial, necesariamente) que hayan marcado el rumbo de las deliberaciones, y, en fin, en la responsabilidad asumida por cada uno de los siete jueces (siete «destacados críticos literarios», dice también la covocatoria) al aceptar el encargo.
No hay, pues, mucho que alegar, y lo que sigue es presenciar cómo la vigésima edición de este premio le traerá a su ganadora no sólo los oros, nada desdeñables, que vienen con el diploma, sino también la atención que supone obtener un reconocimiento de esta naturaleza: desde la ceremonia inaugural de la próxima Feria Internacional del Libro, cuando, como es costumbre, Glantz deba pronunciar un discurso, hasta la develación de su efigie en bronce en la galería para la que han posado los ganadores que la han precedido, y pasando —lo más importante— por la relectura y las reconsideraciones de su obra, que se reeditará, será tema de mesas redondas, homenajes y demás. Porque en eso radica en gran parte el sentido de que existan premios como éste: por la resonancia mediática que alcanzan, sus recipiendarios gozan de más notoriedad de la que tenían, y una consecuencia evidente es que llegan a tener así más lectores —porque habrá lectores que sepan de ellos gracias a la publicidad que da el premio, y que puedan por eso interesarse en conocerlos mejor.
El Premio FIL tiene tiempo siendo un premio importante, qué duda cabe. Que sean disparejos los méritos de quienes lo han recibido es otra cosa, y claro que jamás va a dársele gusto a todo el mundo. Ahora bien: al decidir quién gana cada año, también se decide quién no gana. Y, dado el amplísimo ámbito que cubre la convocatoria (poetas, novelistas, dramaturgos, cuentistas o ensayistas que escriban en castellano, español, catalán, gallego, francés, italiano, rumano o portugués), puede ser asombroso —y ociosísimo, pero quizás no tanto— hacer la lista de los nombres que se eligió no premiar. En mi lista, perfectamente inútil, figuran Claudio Magris, Amparo Dávila, Eduardo Lizalde, Rubén Bonifaz Nuño, Angélica Gorodischer, Roberto Calasso, César Aira y Salvador Elizondo —aunque ya tenga rato muerto, qué le hace. ¿A quiénes más les ganó este año Margo Glantz?
No hay, pues, mucho que alegar, y lo que sigue es presenciar cómo la vigésima edición de este premio le traerá a su ganadora no sólo los oros, nada desdeñables, que vienen con el diploma, sino también la atención que supone obtener un reconocimiento de esta naturaleza: desde la ceremonia inaugural de la próxima Feria Internacional del Libro, cuando, como es costumbre, Glantz deba pronunciar un discurso, hasta la develación de su efigie en bronce en la galería para la que han posado los ganadores que la han precedido, y pasando —lo más importante— por la relectura y las reconsideraciones de su obra, que se reeditará, será tema de mesas redondas, homenajes y demás. Porque en eso radica en gran parte el sentido de que existan premios como éste: por la resonancia mediática que alcanzan, sus recipiendarios gozan de más notoriedad de la que tenían, y una consecuencia evidente es que llegan a tener así más lectores —porque habrá lectores que sepan de ellos gracias a la publicidad que da el premio, y que puedan por eso interesarse en conocerlos mejor.
El Premio FIL tiene tiempo siendo un premio importante, qué duda cabe. Que sean disparejos los méritos de quienes lo han recibido es otra cosa, y claro que jamás va a dársele gusto a todo el mundo. Ahora bien: al decidir quién gana cada año, también se decide quién no gana. Y, dado el amplísimo ámbito que cubre la convocatoria (poetas, novelistas, dramaturgos, cuentistas o ensayistas que escriban en castellano, español, catalán, gallego, francés, italiano, rumano o portugués), puede ser asombroso —y ociosísimo, pero quizás no tanto— hacer la lista de los nombres que se eligió no premiar. En mi lista, perfectamente inútil, figuran Claudio Magris, Amparo Dávila, Eduardo Lizalde, Rubén Bonifaz Nuño, Angélica Gorodischer, Roberto Calasso, César Aira y Salvador Elizondo —aunque ya tenga rato muerto, qué le hace. ¿A quiénes más les ganó este año Margo Glantz?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 2 de septiembre de 2010.
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