Colosal

Ya puestos a erigir la efigie de un «coloso», mejor hubieran puesto al inolvidable Coloso Colosetti.  (¿Que no es inolvidable? Pues debería serlo).

De lo más memorable que dejan los festejos por el bicentenario de la Independencia de México: la erección, en vivo y en medio de la multitud, de la escultura horripilante, malhecha (¿no hasta se le rompió una bota?), que representa a alguen irreconocible y cuyos rasgos y postura sólo han servido como materia de chistes; un monigote esperpéntico, evidentemente inútil, que nadie ha sido capaz de explicar cabalmente qué diablos quisieron que significara quienes decidieron conferirle esa participación estelar la noche del 15 de septiembre, entre las flamas danzarinas, el júbilo perplejo del gentío, Kukulkán hecho globito, las musiquitas y las acrobacias y los carros alegóricos y demás basura que se vio esa noche, tan lamentable como el estado presente de las cosas y más bien olvidable... menos por el afamado «coloso», claro, del que sigue hablándose y que será emblema de lo sucedido —si bien no por las razones que habrían querido los organizadores de la magna kermés nacional.
       El secretario Lujambio, a quien no se le descompone el peinado por nada, y que sabe despachar con desdén aristocrático los reparos incontables que se le han puesto al festejo oneroso y huero a su cargo, ha dicho que le parece inútil la discusión en torno a la identidad del mono, y por una vez en la vida está en lo correcto: el «coloso» (que, para empezar, ¿quién le puso así?) no es discutible porque su razón de ser quedó clara y fue definitiva en el momento en que los mexicanos lo conocimos: alzado trabajosamente en medio del Zócalo, el adefesio simbolizó nada más que la incapacidad del Gobierno —y la de sus gobernados, en consecuencia— para saber qué había que celebrar, y cómo. Algún vivo le vendió la idea a Lujambio, o a sus gatos; impedidos para imaginar nada más, con el tiempo encima, la urgencia de armar números vistosos, megalómanos, «inéditos» y «artísticos» según ellos, y sin detenerse tantito a pensar qué se pensaría de sus decisiones, Lujambio y sus gatos dijeron que sí de inmediato, el escultor puso manos a la obra (y el feliz cheque en su cuenta) y el «coloso» allá fue, a elevarse por encima de la multitud que, sin saber tampoco qué pensar, lo único que atinó fue a encontrarle parecidos: el santo patrono narco Malverde, Benjamín Argumedo, Vicente Fernández (o el otro Vicente, el que no canta, nomás pela los ojos), Stalin, Geppetto, etcétera —yo le quise hallar un aire como de Manuel Ojeda en sus buenos tiempos, aunque de pronto se me figuraba al Tuca Ferretti.
       Y es lo que quedó: varias toneladas de chatarra y desperdicios, una cancioncita estúpida que nadie ha querido cantar, la escultura gigantesca y deleznable embodegada en tanto se decide qué hacer con ella —quizás, ojalá que no, una escultura de verdad, o sea que perdure, porque el material de ésta es desechable—, y que mientras el olvido no convierta en escombros, ha sido la marca más notable de la celebración. Además, claro, de la decepción, la vergüenza, y la satisfecha sonrisa de los organizadores, encantados con lo que hicieron.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 23 de septiembre de 2010.
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1 comentarios:

Eduardo Huchin dijo...
23 de septiembre de 2010, 12:26

Siento que se parece más al Canaca, quintaesencia de lo mexicano.