Descreer de las celebraciones en curso supone arrejolarse en el corral de los aguafiestas que encuentran llena de pelos la sopa que ni siquiera se van a tomar —así sea sólo porque parezca ridículo someterse a la tiranía de los números redondos, como los doscientos y los cien que están por cumplirse. Por el contrario, participar del jolgorio, investirse de los colores patrios (llevando una banderita en la ventanilla del coche, por ejemplo) y dejarse zarandear el corazón con las músicas y los vivaméxicos que estarán retumbando en los días que vienen, tiene mucho de ingenuidad —y no hace falta ser del todo un aguafiestas para admitirlo: el tiempo presente ofrece poca o ninguna ocasión para el alborozo, y menos si se piensa que esta descomposición brutal corona dos siglos que nos hemos entercado en no corregir.
Los miserables modos que el Estado mexicano ha sido capaz de imaginar para la celebración —pero no sólo el Estado: también cuantos, sintiéndose llamados a sumarse, han dispuesto lo propio, desde cadenas de supermercados hasta universidades— son puro reciclaje de la demagogia septembrina de toda la vida, nomás que a lo bestia y costando millonadas injustificables. Más allá de los fastos oficiales —precedidos por una prolongada y tediosa comedia de equívocos—, que seguramente rezumarán las predecibles grandilocuencias hipócritas de todo funcionario, del Presidente de la República para abajo; más allá de la obra pública rebautizada a las carreras por la ocasión, y de las toneladas de pólvora que reventarán en los cielos; de la oleada de resurrecciones y exhumaciones y revisiones y reinvenciones de los próceres, una marejada asfixiante que ha llenado las redes de los oportunistas, pero que al cabo sólo arrojará los mismos cadáveres irreconocibles a las playas de nuestra ignorancia, y volverá a tragarse a los que sólo ahora han asomado fugazmente (por ejemplo en las moneditas de cinco pesos); más allá de la infestación cursi, chantajista, esperpéntica y en todo caso aborrecible de recreaciones televisivas o cinematográficas o escénicas o pictóricas o lo que sea de los episodios históricos ineludibles (sólo que añadiéndoles morbito y carnita: ¿no sabíamos que el Cura Hidalgo era un cachondo?); más allá de todo eso, ¿qué va a quedarnos, sino los mismos desconsuelos, la misma desesperación, la misma perplejidad?
Porque hay esta dificultad suprema: la imposibilidad de saber qué es lo que se celebra, y más allá de eso, quiénes venimos siendo, a fin de cuentas, y qué nos define —si la patria, la nación, la historia, la mera circunstancia de haber nacido o de vivir aquí. Menudo problema: ¿qué es ser mexicano? Borges anotó alguna vez que la patria es un acto de fe, y que ser argentino (y lo mismo vale para el mexicano) es sentir que se es argentino. Entre el escepticismo y el candor (el aguafiestas y el entusiasta, o bien el descreído y el ingenuo) veremos rutilar una palabra, México, que no tenemos idea de lo que quiere decir. (Continuará...).
Los miserables modos que el Estado mexicano ha sido capaz de imaginar para la celebración —pero no sólo el Estado: también cuantos, sintiéndose llamados a sumarse, han dispuesto lo propio, desde cadenas de supermercados hasta universidades— son puro reciclaje de la demagogia septembrina de toda la vida, nomás que a lo bestia y costando millonadas injustificables. Más allá de los fastos oficiales —precedidos por una prolongada y tediosa comedia de equívocos—, que seguramente rezumarán las predecibles grandilocuencias hipócritas de todo funcionario, del Presidente de la República para abajo; más allá de la obra pública rebautizada a las carreras por la ocasión, y de las toneladas de pólvora que reventarán en los cielos; de la oleada de resurrecciones y exhumaciones y revisiones y reinvenciones de los próceres, una marejada asfixiante que ha llenado las redes de los oportunistas, pero que al cabo sólo arrojará los mismos cadáveres irreconocibles a las playas de nuestra ignorancia, y volverá a tragarse a los que sólo ahora han asomado fugazmente (por ejemplo en las moneditas de cinco pesos); más allá de la infestación cursi, chantajista, esperpéntica y en todo caso aborrecible de recreaciones televisivas o cinematográficas o escénicas o pictóricas o lo que sea de los episodios históricos ineludibles (sólo que añadiéndoles morbito y carnita: ¿no sabíamos que el Cura Hidalgo era un cachondo?); más allá de todo eso, ¿qué va a quedarnos, sino los mismos desconsuelos, la misma desesperación, la misma perplejidad?
Porque hay esta dificultad suprema: la imposibilidad de saber qué es lo que se celebra, y más allá de eso, quiénes venimos siendo, a fin de cuentas, y qué nos define —si la patria, la nación, la historia, la mera circunstancia de haber nacido o de vivir aquí. Menudo problema: ¿qué es ser mexicano? Borges anotó alguna vez que la patria es un acto de fe, y que ser argentino (y lo mismo vale para el mexicano) es sentir que se es argentino. Entre el escepticismo y el candor (el aguafiestas y el entusiasta, o bien el descreído y el ingenuo) veremos rutilar una palabra, México, que no tenemos idea de lo que quiere decir. (Continuará...).
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 9 de septiembre de 2010.
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1 comentarios:
...Y es que, si a mí me preguntaran ¿qué es ser mexicano?, podría contestar cosas como: nacer en un país donde el poder de adquisisión es bajísimo, donde la deuda externa siempre ha menguado la economía, donde no hay gobernante que se aguante a chingarse la lana de todos, donde nos han enseñado que la tranza es el camino más seguro para defender lo de cada quien... cosas así.
¿Cuál pecho henchido de orgullo? ¿Cuál sentimiento de patriotismo? ¿Cuál soberanía nacional?
Puuuuros cuentos...
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