Foto: Abraham Pérez
Cerrada e inaccesible como luce, precisados sus contornos por la luz del día, esta casa finge atarearse sólo en la ensimismada y casi imperceptible progresión de su ruina. Se desentiende de la calle, que, a su vez, le saca la vuelta sin querer ocuparse de ella. Los árboles que la escoltan permanecen quietos en sus proposiciones inconsecuentes: las sombras que de cualquier modo riegan en torno de los dos bloques principales, y también sobre la acera, un poco más allá del perímetro enfatizado por una barda enana que camina lentamente, lleva un alambrado alrededor de toda la manzana, se alza de hombros en las esquinas y, llegado el momento, crece sobre sí misma para describir las dos suaves curvas que enmarcan el cancel principal: una trama de rombos y la plancha de la puerta. Un automóvil, solo, a medias bajo la lona empolvada que se ha fastidiado de guardarlo, aguarda: magnífico todavía en la reciedumbre de su carrocería negra, en sus molduras en las que aún destella el cromo, en los faros dobles que parecen ojos entornándose en la remembranza de una autopista sobre la que habrán volado en technicolor, la capota bajada, hacia un mar cuyos azules quedaron impresos en los brillos del parabrisas cuando lo reflejó la última vez. Los ángulos rectos de la construcción y los volúmenes que establecen o desmienten están también a la espera: a costa, está dicho, de algún mínimo deterioro, de cierto desarreglo con que importuna la vista algo de maleza, algunas ramas secas que han quedado sobre los senderos casi indistinguibles del jardín.
El día ha de pasar, desde luego. Toda noción de tiempo presente, aquí, es poco menos que una vulgaridad, y conforme la tarde va extinguiéndose es posible —pero ello no quiere decir que nadie pueda constatarlo— reconocer siluetas, leves formas a contraluz tras las cortinas en los ventanales (¿había cortinas en la mañana?). Si, desde la glorieta vecina, se adopta el ángulo idóneo (y también si se consigue algo de silencio: la hora mejor es pasada la medianoche), se llegará a conocer una breve risa, el aliento de una cabellera rubia, el humo de un habano o el fulgor de una mancuernilla, tal vez una música («Tea for Two», en la versión chachachá de Tommy Dorsey) y quizás hasta el tintineo de unas copas. Que a nadie le conste no obsta para que sea así, ni para que, al acercarse la madrugada, el cancel se abra y deje salir uno, dos, tres, hasta catorce coches que se disuelven unas calles después, magníficos todos, como el negro que ya esperaba ahí, y que ahí amanecerá, mal cubierto por la lona de siempre. Pero ya no es el único: a su lado —y nadie que pase frente a esta casa durante el día va a darse cuenta—, el sol está por dar de lleno en el rojo apagado y polvoriento de otro coche, también con las llantas reventadas, también con telarañas en el tablero, también con los asientos destripados. Quién sabe si mañana siga ahí.
El día ha de pasar, desde luego. Toda noción de tiempo presente, aquí, es poco menos que una vulgaridad, y conforme la tarde va extinguiéndose es posible —pero ello no quiere decir que nadie pueda constatarlo— reconocer siluetas, leves formas a contraluz tras las cortinas en los ventanales (¿había cortinas en la mañana?). Si, desde la glorieta vecina, se adopta el ángulo idóneo (y también si se consigue algo de silencio: la hora mejor es pasada la medianoche), se llegará a conocer una breve risa, el aliento de una cabellera rubia, el humo de un habano o el fulgor de una mancuernilla, tal vez una música («Tea for Two», en la versión chachachá de Tommy Dorsey) y quizás hasta el tintineo de unas copas. Que a nadie le conste no obsta para que sea así, ni para que, al acercarse la madrugada, el cancel se abra y deje salir uno, dos, tres, hasta catorce coches que se disuelven unas calles después, magníficos todos, como el negro que ya esperaba ahí, y que ahí amanecerá, mal cubierto por la lona de siempre. Pero ya no es el único: a su lado —y nadie que pase frente a esta casa durante el día va a darse cuenta—, el sol está por dar de lleno en el rojo apagado y polvoriento de otro coche, también con las llantas reventadas, también con telarañas en el tablero, también con los asientos destripados. Quién sabe si mañana siga ahí.
Publicado en la columna «Excipiente», en la revista KY de junio. Para descargar el número completo, click por acá, por favor.
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