Offside

Como todo lo que en la vida supone la presencia de la muchedumbre, del tumulto vociferante que la euforia o la rabia pueden convertir en una bestia temible (o, por lo menos, bastante deprimente), el futbol podría ser una felicidad mucho menos indefendible si careciera de aficionados. Lo malo es que para todo hay gente, e incluso habrá estadios que se atesten con las competencias de curling (el insólito deporte consistente en lanzar, por una pista helada, una como tetera gigantesca de piedra, para que luego los participantes vayan barriendo el hielo delante de ella para que se deslice mejor: una especie de rayuela tediosísima); pero con el futbol resulta prácticamente imposible sustraerse a la existencia de la afición y de cuanto la rodea para quedarse sólo con el gozo elemental de presenciar lo que ocurre en un partido —y ello por no hablar de las interferencias siempre aborrecibles y casi del todo ineludibles (porque, finalmente, la tele se puede ver sin volumen) de cronistas y comentaristas y, lo peor, de los propios futbolistas, a quienes por lo general debería estar prohibido ponerles un micrófono enfrente.
       De esta aversión quizás proceda mi negligencia para ser poco más que un aficionado marginal, capaz únicamente de entusiasmarme en verdad cada cuatro años, y eso sólo batallando para dejar a un lado las pulsiones más desagradables que conlleva integrarse a la muchedumbre global que desde mañana pondrá en suspenso la vida real para ingresar, con menos o más histeria, al territorio supremo de ilusión que será Sudáfrica a lo largo de todo un mes. Por ejemplo: las pulsiones patrioteras. Aunque la historia y el mismo estado presente de las cosas deberían bastar para tener claro qué poco sentido tiene albergar ninguna esperanza respecto al papel que podrá jugar la selección mexicana, el hecho es que el Mundial sólo se podrá verlo a gusto cuando ya nos hayan sacado y cesen los delirios y los lloriqueos teñidos de verde. (Además: con lo gordo que me cae Javier Aguirre, y encima tener que verlo abanderando no nomás al puñado de mentecatos que van a ir a hacerle al guandajo, sino además la famosa campañita engañabobos que lanzaron las televisoras hace unos días...).
       Pero habrá modo de disfrutar, cómo no. Y de dejar en suspenso, siquiera por este mes, toda perniciosa ansia de comprensión de los tiempos que corren —que igual no vamos a comprender. En cierta ocasión, el escritor Alessandro Baricco pronunció una conferencia en la que afirmaba que, cuando se le acercan jóvenes pidiéndole consejos sobre la lectura, él piensa en responderles: «Váyanse a jugar con el balón, tiren los libros, paseen». A mí siempre me ha encantado esa recomendación, y me dispongo a seguirla, si no jugando, sí por lo menos poniendo la emoción a rodar —que es otra forma de obtener eso que Javier Marías ha llamado la recuperación de la infancia que siempre hay en ver algún buen partido de futbol. Así, sin más.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 10 de junio de 2010.
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