¿Limpia?

Creo que ya es raro oír o leer un eslogan que, durante mucho tiempo, tapatíos y visitantes trajimos incrustado en el conjunto de suposiciones con que nos hacíamos una idea de esta ciudad: «Guadalajara, Ciudad Amable». No sé si habrá sido un lema establecido o adoptado por alguna autoridad en turno, ni —lo que parece más dudoso— una etiqueta surgida espontáneamente, y luego asentada en la imaginación colectiva, por la vivencia de una urbe que acaso alguna vez pudiera reconocerse así: como un territorio de convivencia armoniosa facilitado por las actitudes de sus habitantes, por la buena disposición de sus espacios públicos y, en suma, por cuanto hubiera hecho que vivir aquí o hallarse aquí fuera una experiencia deseable y hasta venturosa. En todo caso, es claro que las circunstancias reales de la ciudad han conseguido, desde hace mucho tiempo, cancelar del todo esa aspiración, y que basta apenas comenzar a ilusionarse con ella (con que Guadalajara conserva ciertos rumbos o ciertos momentos que la harían pasar por «amable») para moverse tantito y constatar que lo que prevalece es la neurosis, la hostilidad, la fealdad, el estrépito, la mugre, el disparate, el desastre y el miedo.
    Por otro lado, está la dificultad, siempre soslayada por las generalizaciones convenencieras de los políticos —pero también por la desatención y la concha de sus gobernados— de saber a qué nos referimos cada que hablamos de Guadalajara. No sólo por las dimensiones que ha alcanzado y seguirá alcanzando la metrópoli, sino sobre todo por la diversidad pasmosa de ciudades que es posible reconocer en toda su extensión, más allá de las demarcaciones municipales. Con que uno se proponga recorrer —un día de estos santos: no es mala idea para hacer un viaje por destinos exóticos e inimaginables— un triángulo cuyos vértices estén en Santa Cecilia, en Ciudad Granja y en Miravalle, por ejemplo, se verá que el topónimo no sirve de gran cosa para saber dónde nos hallamos y qué es lo que está sucediendo. Supongo que pasará con todas las grandes ciudades, pero Guadalajara tiene una particular preferencia por la indefinición, cosa que la lleva a desentenderse de ella misma porque es una ciudad que sólo está donde uno está, y lo demás no existe.
    El nuevo eslogan del Ayuntamiento tapatío puede verse bien como una fantasía pueril (si se admite que es la expresión de un ideal) o bien como una falacia y un gesto de cinismo. «Guadalajara es limpia», dice (con un añadido que reza «Nuestro Gobierno también»). Hasta daría risa si no fuera tan miserable la evidencia que lo desmiente. La inmundicia es el signo de todos los días, manifiesto no nomás en la basura, sino también en la imprevisión, en la malhechura, en la corrupción impune, en la estupidez, en el ruido, en la majadería, en el descuido, en la pobreza de imaginación para que la vida aquí fuera algo más vivible. Para qué podrá servir esta formulita zonza ideada por la administración actual, más que para confirmar lo que no es.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 1 de abril de 2010.
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1 comentarios:

Minerva dijo...
9 de abril de 2010, 20:14

El nuevo slogan me resulta hasta ofensivo, como si fuéramos retrasados mentales que no saben qué está sucediendo y que con poner un letrerito wanna be moderno vayamos a cambiar algo.

Pero ya ves que se han de sentir la gran cosa con su "sicología inversa" barata.