Un año de audacia

Editar una revista en México siempre ha sido una empresa temeraria. Si, además, tal revista es de índole cultural, puede suponerse que, quien se arriesga a hacerla, tiene una cierta afición por la ensoñaciones, por las aventuras, por la persecución de ideales a contracorriente del curso siempre adverso de la famosa realidad: en un país cuya educación corre a cargo de las televisoras, cualquier publicación impresa que no emule, en sus propósitos, la naturaleza de las telenovelas (o de lo que hay en torno a ellas), lo más probable es que cuando mucho merezca la indiferencia del público o sea prácticamente invisible. Claro que en México se leen muchas revistas: sólo que, o cuentan historias de sustancia similar a la de las que se cuentan en la tele —y de ahí que las piezas de las grandes autoras del género, como Yolanda Vargas Dulché y demás, hayan brincado de un medio a otro sin mayor problema—, o bien consignan las desventuras y los desfiguros y las insulsas glorias de quienes protagonizan cuanto ocurre en la grotesca farándula nacional. También se publican y se leen mucho —aunque no tanto— revistas sobre los actores de la política, que es otra forma de farándula, nomás que más repugnante. Pero lo dicho: si, pese a tal estado de las cosas, alguien se obstina en producir una revista cultural por cuenta propia —las que dependen de instituciones públicas han de considerarse aparte, pues las condiciones de su supervivencia son diferentes—, y si además, para ponerla a circular, decide regalarla, la cosa ya linda con lo descabellado, cuando no con la insensatez.
       Algo así fue lo que yo pensé —y a veces sigo pensándolo— cuando hace algo más de un año supe del proyecto de la revista KY, teniendo en cuenta que, además de las contrariedades obvias (las económicas, para empezar, nada desdeñables, sobre todo ahora que las publicaciones periódicas han de resolver cómo arreglárselas para seguir imprimiéndose, o si más bien ya van pasándose a internet... y ahí luego a ver qué hacen), tal proyecto habría de enfrentar la dificultad suprema que, a mi modo de entender, supone la necesidad de entablar una conversación fructífera con la comunidad (y si esa comunidad es nada menos que Guadalajara, tanto peor).
       Asombrosamente, ha prevalecido esa audacia (que eso termina por ser la insensatez cuando su resultado es feliz), y KY no sólo sigue apareciendo con regularidad, sino que también ha conseguido entenderse muy bien con la ciudad, a la que ofrece cada mes un estupendo relato de sí misma en varias de sus manifestaciones más atractivas. Y, aparte de ir constituyéndose como un referente de la cultura tapatía, creo que es la prueba inusitada de que, cuando una iniciativa es sólida, no hace falta esperar que el gobierno ni nadie más facilite las cosas —costumbre tan arraigada y tan detestable. Con los trece números que lleva, esta revista ya es ejemplar e imprescindible. Y sus lectores la recibimos gratis, increíblemente.


Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 11 de marzo de 2010.
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