Fotos: Abraham Pérez
La distancia entre dos puntos en el espacio es inversamente proporcional a la distancia que hay entre el punto temporal A —fijo en la primera vez que se recorrió la primera distancia— y el punto temporal B —cuya marca corresponde a la vez última, la más reciente, que se hizo el trayecto dicho. Ayer puede ser hoy mismo, si uno quiere, pero todo intervalo de tiempo —innegable aunque uno no quiera, y, para acabar pronto, incognoscible siempre—, conforme se amplifica, va desmintiendo toda noción de lejanía, que se reduce paulatinamente en cada nuevo recorrido. La incandescencia del sol de la una de la tarde, pongamos, podría ser la misma, y durar hasta cerca de las dos, pero ahora me aturdiría menos; la primera hora de la noche sería la misma que entonces, y duraría igual, pero difícilmente alcanzaría en su transcurso a reconocer el silencio que por el que iban abriéndose camino las imaginaciones que dieron forma a un relato que hoy, de encontrarlo, me resultaría indescifrable. Sin embargo, aunque uno y otro viaje —la ida, la vuelta— únicamente puedo hacerlos en la memoria, por deficiente que ésta pueda ser (intentarlos en el presente carece de sentido: la distancia va comprimiéndose, apenas llegaría a ver desaparecer los deficientes borrones que encontrara), las impresiones de que dispongo acaso sean las indispensables: para qué, no sé: quizás para hallar alguna vez, si se ofrece, una explicación de mi suerte, el origen de mis ignorancias, la causa de lo que sea que ahora mismo soy incapaz de preguntarme.
Esas impresiones, principalmente, consisten en casas, que de algún modo un otro siguen por ahí. La de Madero y Galeana (el camión venía ya lleno, ahí lo tomaba, y salvo raras excepciones tenía que ir de pie), por cuyo zaguán sólo una vez (es decir: siempre) vi salir a una anciana con los pies torcidos; en Robles Gil y Vallarta, luego de la primera vuelta, otra, cerrada siempre, acallada, que convenía invariablemente en admitirme habitándola; poco más adelante, en Hidalgo e Ignacio Ramírez (habíamos doblado antes por Morelos), una más, custodiada por un tabachín, que estaba seguro de haber podido dibujarla; la de enfrente, cruzando Hidalgo, desvencijada y adusta, que me infundía temor; otra en Justo Sierra y Ramos Millán, donde siempre (es decir: un par de veces) entraba un hombre de traje gris. También había casas al regreso, pero sólo dos: la de Alfredo R. Placencia e Hidalgo, y otra una calle más adelante, en Morelos: eran las mejores, porque ya era de noche y el silencio aquél las intensificaba.
Pero también estaban cosas como ésta: en la ida, siempre (es decir: siempre) veía a un viejo de sombrero de fieltro, sentado, seguramente porque subía mucho antes —e ignoro dónde se bajaba—; el camión pasaba cada hora, y la coincidencia era inevitable. Y una vez, que me tocó pararme junto a su asiento, se quitó el sombrero. Era calvo: eso pude haberlo supuesto. En la coronilla tenía un agujero del tamaño de una moneda de diez pesos: se veía una membrana de color aceitoso, una gelatina que pulsaba. Palpó el hueco, se puso de nuevo el sombrero.
Etcétera. Tres años, cinco días a la semana.
Publicado en KY.
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