Tanto cine

Puede que no sea sino un precario argumento a favor de mi naturaleza aceda, pero si he sido reacio a ver el paso del Festival Internacional de Cine de Guadalajara más que de lejecitos (en el periódico, cuando mucho, e incluso ahí de pasadita), se debe a que he terminado por no comprender cuál es el sentido que semejante chaparrón de proyecciones y actividades paralelas puede tener para el espectador de cine que soy —un espectador normal, supongo, porque veo lo que me da la gana y cuando hay modo, orientado más por intuiciones que por cualquier curiosidad que no esté sencillamente activada por el gusto o la mera gana de divertirme o emocionarme. Habrá, sí, películas interesantes en la agobiante cartelera armada para estos días; habrá incluso alguna buena, y hasta alguna buenísima, que quizás no debería perderme. Pero esa posibilidad, la de que esté perdiéndome algo, me pone automáticamente en guardia: son tan diversas ya las intenciones y las pretensiones del Festival que resulta muy complicado distinguir qué podrá tener más importancia en un programa tan vasto, más laberíntico que rico, y acaso la sola forma de obtener un verdadero hallazgo sea confiándose a la buena suerte, pues por escoger una película se está dejando de escoger otras muchas. Creo que eso no pasaba hace añales, cuando el Festival era la Muestra de Cine Mexicano y su diseño permitía que el público tuviera a su alcance (y bastaba) un puñado de películas que quedaba perfectamente claro por qué convenía o no ir a ver.
       Por supuesto, para un cinéfilo de verdad la cosa será del todo distinta, y estará encantado con la profusión de oportunidades para ver rarezas que sólo en estos días pasan por Guadalajara. Pero el Festival también se obstina en un ánimo autocelebratorio que no deja de parecerme chocante: tanto premio y tanto homenaje y tanta felicidad, como si las cosas para el cine en México (y como si las cosas en México, en general) estuvieran tan bien. Y, por esa pirotecnia de espectacularidad, se llega a hacer fiesta de lo que sea: no entiendo, por ejemplo, por qué hacerle un reconocimiento a Matt Dillon: como no sea porque no hubo nadie más a la mano... 
       Con todo, sí hay algo que debo agradecer: las proyecciones al aire libre. En concreto la de la noche del martes, en el camellón de Chapultepec: Las vacaciones de Monsieur Hulot, de Jacques Tati. Qué cosa tan regocijantemente extraña estar carcajeándose ahí, mientras el atolondrado de Hulot quería cambiar una llanta o buscaba apagar los fuegos artificiales que había prendido sin querer. Hay una escena en particular de la que bien puede derivarse un aprendizaje para la vida: Hulot, ¡por fin!, está bailando con la muchachona que todo el verano le ha llenado el ojo; sin embargo, por encima de la canción suena un radio que transmite el discurso, soporífero e imbécil, de algún politicazo. Hasta que los bailadores se acercan al tocadiscos y Hulot, sabiamente, sube al máximo el volumen de la música. Claro: es lo que hay que hacer.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 18 de marzo de 2010.

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2 comentarios:

Octavio Aguirre dijo...
19 de marzo de 2010, 10:30

Se ha dicho, Licenciado. Vamos a los mítines con nuestros radios a la ghetto de Nueva York para poner música a todo volumen. Los fresitas pueden llevar sus aipods con bocinas.

Verónica Nieva dijo...
20 de marzo de 2010, 18:21

El cine a tu lado es una de mis 5 cosas favoritas en la vida. Ajá, así de plano. Luego te digo las otras 4.