Zambullirse en los pantanales de ocurrencias que son las llamadas «redes sociales» en internet supone, primero, admitir que la llamada «vida» puede ser puesta en pausa —o admitir que se puede darla por concluida definitivamente: por ir revisando los trinos de los llamados «twitteros» en el llamado «teléfono inteligente», a uno lo puede embestir un llamado «microbús»—, cosa de por sí alarmante. Y, segundo, reconocer que acaso haya que ir canjeando por otras nuevas las nociones que uno tiene respecto a la naturaleza y los significados de la comunicación escrita.
No doy para tanto como discutir si estos nuevos medios están desplazando a los tradicionales, ni si la credibilidad es el baremo según el cual habría de medirse su interés, su pertinencia, o el daño o el bien que estén causándole a la sociedad. Encuentro, por lo pronto, que dichos medios son demasiado novedosos para comprenderlos cabalmente —y aun el periodismo impreso me parece una forma todavía no del todo comprendida de comprensión de la realidad—, de manera que lo único que alcanzo a ver consiste en meras impresiones atónitas y de inmediato intercambiables por otras, no menos perplejas. Sí me parece que, a fin de cuentas, son los usuarios quienes acaban confiriendo —o negándole— sentido a la utilización de las redes sociales, y que tan abundantes son las naderías y las ocasiones de perder el tiempo en ellas, como sorprendentes e irresistibles los hallazgos que es posible hacer con algo de suerte y algo más de puntería; por ello creo que lo primero es aprender a discriminar, definir prioridades y precaverse hasta donde sea posible contra los chaparrones de informaciones insulsas, irrelevantes, poco fiables o que sencillamente no tendrían por qué importarnos... lo cual no obsta para que también, si gusta, uno pierda el tiempo cuando quiera y como le dé la gana. Pero también veo que hay multitudes de usuarios que profesan una fe intransigente —una fe expresada de modos confusos, pero parejamente sustentada por un puñado de dogmas— según la cual la mera participación en Facebook o en Twitter o en cosas parecidas, independientemente de lo que se haga ahí, es lo correcto, lo que es necesario: convencidos de que esas comunicaciones cuentan más que cualesquiera otras —que desdeñan en automático—, me temo que esos supersticiosos van sometiéndose, voluntaria y dócilmente, a los dudosos encantamientos del medio (porque es divertido, es veloz, es asombroso, es supuestamente democrático, etcétera), al tiempo que su propia convicción inhibe actitudes más críticas que terminan echándose de menos.
Y pasaré por anticuado (porque ésa es otra: los fervorosos argumentan enseguida que la incompetencia en las redes sociales tiene explicaciones «generacionales»), pero a mí me gusta saber qué estoy leyendo: bombardeado por trinos, mensajes, notas, conversaciones ajenas, conjuros, sobresaltos y declaraciones dictadas por el tedio, muchas veces no tengo la menor idea. Ni de lo que llego a escribir ahí, tampoco.
No doy para tanto como discutir si estos nuevos medios están desplazando a los tradicionales, ni si la credibilidad es el baremo según el cual habría de medirse su interés, su pertinencia, o el daño o el bien que estén causándole a la sociedad. Encuentro, por lo pronto, que dichos medios son demasiado novedosos para comprenderlos cabalmente —y aun el periodismo impreso me parece una forma todavía no del todo comprendida de comprensión de la realidad—, de manera que lo único que alcanzo a ver consiste en meras impresiones atónitas y de inmediato intercambiables por otras, no menos perplejas. Sí me parece que, a fin de cuentas, son los usuarios quienes acaban confiriendo —o negándole— sentido a la utilización de las redes sociales, y que tan abundantes son las naderías y las ocasiones de perder el tiempo en ellas, como sorprendentes e irresistibles los hallazgos que es posible hacer con algo de suerte y algo más de puntería; por ello creo que lo primero es aprender a discriminar, definir prioridades y precaverse hasta donde sea posible contra los chaparrones de informaciones insulsas, irrelevantes, poco fiables o que sencillamente no tendrían por qué importarnos... lo cual no obsta para que también, si gusta, uno pierda el tiempo cuando quiera y como le dé la gana. Pero también veo que hay multitudes de usuarios que profesan una fe intransigente —una fe expresada de modos confusos, pero parejamente sustentada por un puñado de dogmas— según la cual la mera participación en Facebook o en Twitter o en cosas parecidas, independientemente de lo que se haga ahí, es lo correcto, lo que es necesario: convencidos de que esas comunicaciones cuentan más que cualesquiera otras —que desdeñan en automático—, me temo que esos supersticiosos van sometiéndose, voluntaria y dócilmente, a los dudosos encantamientos del medio (porque es divertido, es veloz, es asombroso, es supuestamente democrático, etcétera), al tiempo que su propia convicción inhibe actitudes más críticas que terminan echándose de menos.
Y pasaré por anticuado (porque ésa es otra: los fervorosos argumentan enseguida que la incompetencia en las redes sociales tiene explicaciones «generacionales»), pero a mí me gusta saber qué estoy leyendo: bombardeado por trinos, mensajes, notas, conversaciones ajenas, conjuros, sobresaltos y declaraciones dictadas por el tedio, muchas veces no tengo la menor idea. Ni de lo que llego a escribir ahí, tampoco.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 18 de febrero de 2010.
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