Tengo un par de días metido en Twitter, y únicamente he atinado a soltar un puñado de exabruptos acerca de lo que me revienta. La gente que para gorrearme un cigarro pregunta si se lo puedo vender, por ejemplo, o que existan las moneditas de diez centavos. Ahora mismo estoy escribiendo ahí (y en cierto sentido diciéndoselo al mundo) que me revienta estar pensando qué más me revienta que pueda decir en 140 caracteres —la extensión máxima que puede alcanzar cada apunte que, en un momento de iluminación o un arrebato, pero sobre todo en un arrebato, puedo largar, para conocimiento de los «seguidores» que hayan condescendido a prestarme su atención, o su desatención, que viene siendo lo mismo. Ha sido mi primera impresión de Twitter: un club atestado al que se ingresa para disolverse de inmediato entre incontables conversaciones que han comenzado quién sabe cómo y que no concluirán, y donde sólo nos toleran a condición de que cuanto digamos sea fugaz, por importantísimo que sea —o en absoluto importante, da igual.
Claro: no dejan de ser las impresiones de un novato: todavía me siento un intruso que ha llegado sin saber qué diablos hace ahí. Veo que un tema recurrente es el mismo Twitter. Se discute profusamente, por ejemplo, la crítica que hizo un articulista a los twitteros mexicanos, que con sus ansias de relajo estarían restando credibilidad al medio —si bien dicho articulista vaticina también la importancia que tendría Twitter en las elecciones de 2010 y 2012, cosa que me suena a exageración: ni siquiera parece que haya un estudio medianamente confiable que permita saber cuántos usuarios activos hay en México. Bueno, pues hubo polémica. Encuentro también periodistas que hacen constantes y entusiastas referencias a lo que hacen (twittear), y —aparte de que me dan la impresión de que están tan absortos en sus teclazos telegráficos que no tienen tiempo para reportear— celebran reiteradamente la supuesta naturaleza democrática de las redes sociales en internet. Y, claro, son multitud los que sostienen discusiones acerca de asuntos que tienen como eje su misma presencia en ese tablero vertiginoso.
Hace unos meses, el escritor Luigi Amara publicó una muy atendible diatriba contra lo que definió como «el imperio de la banalidad»: «Los acólitos del Twitter no hacen plenamente lo que dicen que están haciendo a causa de su mismo afán por informarlo». Yo, estos dos días, me he divertido tanto como me he aburrido. Me enteré, también, en el mismo momento, de que tembló el lunes —y no estoy seguro de que esa ventaja me hubiera servido de nada. Y aunque todavía tengo esperanzas de encontrar algo interesante, por lo pronto voy temiendo que estar en Twitter en realidad signifique someterse —voluntariamente, que es lo peor— a la tiranía de la impertinencia, en una dinámica frenética que impone únicamente obtener y dar respuestas, antes que haya oportunidad de formular ninguna pregunta.
Claro: no dejan de ser las impresiones de un novato: todavía me siento un intruso que ha llegado sin saber qué diablos hace ahí. Veo que un tema recurrente es el mismo Twitter. Se discute profusamente, por ejemplo, la crítica que hizo un articulista a los twitteros mexicanos, que con sus ansias de relajo estarían restando credibilidad al medio —si bien dicho articulista vaticina también la importancia que tendría Twitter en las elecciones de 2010 y 2012, cosa que me suena a exageración: ni siquiera parece que haya un estudio medianamente confiable que permita saber cuántos usuarios activos hay en México. Bueno, pues hubo polémica. Encuentro también periodistas que hacen constantes y entusiastas referencias a lo que hacen (twittear), y —aparte de que me dan la impresión de que están tan absortos en sus teclazos telegráficos que no tienen tiempo para reportear— celebran reiteradamente la supuesta naturaleza democrática de las redes sociales en internet. Y, claro, son multitud los que sostienen discusiones acerca de asuntos que tienen como eje su misma presencia en ese tablero vertiginoso.
Hace unos meses, el escritor Luigi Amara publicó una muy atendible diatriba contra lo que definió como «el imperio de la banalidad»: «Los acólitos del Twitter no hacen plenamente lo que dicen que están haciendo a causa de su mismo afán por informarlo». Yo, estos dos días, me he divertido tanto como me he aburrido. Me enteré, también, en el mismo momento, de que tembló el lunes —y no estoy seguro de que esa ventaja me hubiera servido de nada. Y aunque todavía tengo esperanzas de encontrar algo interesante, por lo pronto voy temiendo que estar en Twitter en realidad signifique someterse —voluntariamente, que es lo peor— a la tiranía de la impertinencia, en una dinámica frenética que impone únicamente obtener y dar respuestas, antes que haya oportunidad de formular ninguna pregunta.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 11 de febrero de 2010.
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¡Ah! Yo en Twitter: @azotecarranza
2 comentarios:
Como bien lo dices es lo que pasa por nuestras conspiradoras cabecitas en tiempos muertos -bueno mas bien en tiempos desperdiciados- de nuestra labor diaria, pero, a veces se logran interesantes conversaciones o en su defecto "debates" como el que están teniendo ahorita con León Krauze.
Eso sí, sin duda, hay muchísima más interacción en Twitter que en Facebook.
Yo prefiero esperar tus segundos sentires sobre twitter... Me da miedo hacerme de otro ocio.
Suerte
Maribel Mandarina
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