Por ejemplo. Quien tenga estómago, eche un vistazo y vea a este sujeto estomagante repartiendo galletas y meciéndose cuando pone a los niños a cantarle.
Las escenas de devastación, muerte y dolor en Haití son postales del infierno. Y en la televisión (en la local, en la nacional, en cualquier maldito canal del mundo con noticieros) les ponen musiquita. Hay, se aprecia, un trabajo acucioso de edición en la confección de esos resúmenes visuales (se entiende: lo que los noticieros pasan cuando no hay un reportero a cuadro, o cuando no hay datos ni palabras porque la televisión entiende que la imagen se basta a sí misma): enmarcados por titulares impactantes —la televisión es pura tautología: lo tremendo se muestra con tremendismos, la estupidez con estupideces—, se eligen los encuadres que mejor muestran las montañas de escombros, los minutos de sobrevivientes que deambulan del aullido al estupor, atravesando polvaredas que no parece que jamás vayan a aplacarse; luego, la agitación y la desesperación de los vivos va alternándose con los vistazos rápidos a los bultos tirados en las calles, amontonados en alguna esquina, lagunas incesantes de trapos y brazos y piernas machacados y cabezas reventadas y vientres hinchados, y enseguida se ven los cargamentos de la ayuda varada en el aeropuerto de Puerto Príncipe, el palacio presidencial pisoteado por la suela de un gigante malévolo, la catedral vuelta un rostro llagado, políticos con cara de circunstancia, algún niño en brazos de un rescatista, soldados de acá para allá, filas o tumultos con gestos implorantes, las miradas directas a la cámara, el espanto más puro e impensable. Todo el álbum del horror dispuesto sobre fondos de musiquita también cuidadosamente elegidos.
Hay de dos, principalmente (o de tres, más bien): una, los acordes lóbregos de piezas con las que acaso se pretenda infundir sobrecogimiento, saturaciones orquestales que impregnan la pantalla de dramatismo cinematográfico; de hecho, es frecuente la imposición de la cámara lenta al tiempo de lo que suena: un hombre que camina hacia la cámara y carga algo: conforme se aproxima, su paso se ralentiza, la música ritma sus pasos y al cabo se advierte que de la masa encobijada que lleva cuelga el bracito sanguinolento de un bebé. Otra, parece, es escogida por su carácter de lamentación desmayada (violines, piano): música lacrimosa, que busca subrayar —inútilmente, imbécilmente— el desamparo, la atónita indefensión de quien ha perdido todo, seguramente con la intención de que el espectador se conmueva, cualquier cosa que eso signifique en la depravada imaginación del productor televisivo que lo decide así: es evidente que para él la ocasión es tan suculenta como un pasaje culminante de una telenovela. Y la peor: música como de película de acción: como si estuviéramos viendo una aventura trepidante en la que la perturbación violentísima de la vida en Haití fuera un escenario fantástico y fascinante y emocionante.
No es nuevo, claro: crímenes, conflagraciones, desastres y desgracias de todo género, la televisión los convierte en videoclips. ¿Qué tienen en la cabeza quienes lo deciden así?
Hay de dos, principalmente (o de tres, más bien): una, los acordes lóbregos de piezas con las que acaso se pretenda infundir sobrecogimiento, saturaciones orquestales que impregnan la pantalla de dramatismo cinematográfico; de hecho, es frecuente la imposición de la cámara lenta al tiempo de lo que suena: un hombre que camina hacia la cámara y carga algo: conforme se aproxima, su paso se ralentiza, la música ritma sus pasos y al cabo se advierte que de la masa encobijada que lleva cuelga el bracito sanguinolento de un bebé. Otra, parece, es escogida por su carácter de lamentación desmayada (violines, piano): música lacrimosa, que busca subrayar —inútilmente, imbécilmente— el desamparo, la atónita indefensión de quien ha perdido todo, seguramente con la intención de que el espectador se conmueva, cualquier cosa que eso signifique en la depravada imaginación del productor televisivo que lo decide así: es evidente que para él la ocasión es tan suculenta como un pasaje culminante de una telenovela. Y la peor: música como de película de acción: como si estuviéramos viendo una aventura trepidante en la que la perturbación violentísima de la vida en Haití fuera un escenario fantástico y fascinante y emocionante.
No es nuevo, claro: crímenes, conflagraciones, desastres y desgracias de todo género, la televisión los convierte en videoclips. ¿Qué tienen en la cabeza quienes lo deciden así?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 21 de enero de 2010.
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3 comentarios:
¿Qué tienen en la cabeza?
Tremenda agenda de re-posicionamiento de que sólo la religión o algún dios arreglará las cosas.
Vease tv azteca y jorge zarza, por ejemplo.
Ya te mandé el cuento de nuevo.
Saludos!
¿Es tener estomago para luego perderlo?
...
Maribel
Me da tanto coraje esto del amarillismo. Y mientras todos sufriendo y comprando los productos que venden esas televisoras.
Puaj!
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