Ando estrenando un teléfono inteligente. Es, me temo, más inteligente que yo. Creo que sabe —pero yo no sé cómo— infiltrarse en el Pentágono y bombardear un país. Recibe correos electrónicos, los responde, hace cuentas, trae función de rockola, toma película y saca fotos (ya ni se dice así: antes, las películas «se tomaban», en ellas «trabajaban» los artistas y en las fotos «salía» gente); puede servir como agenda tiránica y estar chicoteándome con pitidos y zumbidos cada que tengo que hacer algo; trae grabadora (yo nomás llegué hasta las grabadoras de caset chiquito), tiene mapas del mundo entero (y en ellos los planos callejeros de incontables ciudades), ofrece la posiblidad de tomar notas, archivar documentos, escribir una novela, y además de servir para todo eso (y para hablar por teléfono: es lo que menos he hecho) cuenta con varios juegos indescifrables, pero también, algunos muy entretenidos: me la he pasado picándole a una especie de sudoku de palabras hasta que me punza la nuca. En el instructivo hay advertencias sobre las lesiones que puede causar el uso desenfrenado del aparatito: las leí y me burlé, pero luego de horas de estar pulsando las teclas diminutas no pude sino darles la razón a los puntillosos redactores de esas advertencias: los pulgares y el cuello se engarrotan, la columna sufre, la vista va menguando, puede uno quedar sordo (el otro día no supe contestar una llamada: me llevé el teléfono a la oreja y cuando volvió a timbrar casi me tira al piso), y eso por no hablar de los riesgos de atropellamiento, colisión o torcedura de tobillos al ir por la vida haciéndole caso a sus alertas, sus alarmas, sus chiflidos y sus luces: es como un robotito impaciente y neurótico que nos tripula y va decidiendo nuestros pasos y nuestros actos en nombre de una de esas ilusiones que surte la tecnología: la de tenernos comunicados ininterrumpidamente, al alcance de toda información en el momento en que se genere, nos importe o no.
Una de esas informaciones, recibida oportunamente (o más bien inoportunamente: lo que mejor hace todo teléfono, sea inteligente o no, es ser un intruso consentido en cualquier actividad que desarrollemos, pues aunque ignoremos qué quiere tendemos a hacerle caso de inmediato), es la de que, por mucho que fueran emocionándome sus millares de funciones y gracias, y apenas iba sintiéndome muy actual, mi teléfono y yo hemos sido ya rebasados por un nuevo chunche, según eso más sofisticado, cuyo lanzamiento acaba de anunciarse. La nota dice cosas como que el artefacto en cuestión «alberga un chip Snapdragon de Qualcomm corriendo a 1GHz, además de 512MB de memoria RAM, conexión Wi-Fi, Stereo Bluetooth, chip de geolocalización asistida AGPS, brújula y sensores de luz, proximidad y acelerómetro para funciones de orientación de pantalla». No sé qué diablos quiera decir todo eso, pero sí intuyo que lo que tengo en mis manos es, ya mismo, una antigüedad. Mi teléfono inteligente y yo nos miramos con una creciente incomprensión.
Una de esas informaciones, recibida oportunamente (o más bien inoportunamente: lo que mejor hace todo teléfono, sea inteligente o no, es ser un intruso consentido en cualquier actividad que desarrollemos, pues aunque ignoremos qué quiere tendemos a hacerle caso de inmediato), es la de que, por mucho que fueran emocionándome sus millares de funciones y gracias, y apenas iba sintiéndome muy actual, mi teléfono y yo hemos sido ya rebasados por un nuevo chunche, según eso más sofisticado, cuyo lanzamiento acaba de anunciarse. La nota dice cosas como que el artefacto en cuestión «alberga un chip Snapdragon de Qualcomm corriendo a 1GHz, además de 512MB de memoria RAM, conexión Wi-Fi, Stereo Bluetooth, chip de geolocalización asistida AGPS, brújula y sensores de luz, proximidad y acelerómetro para funciones de orientación de pantalla». No sé qué diablos quiera decir todo eso, pero sí intuyo que lo que tengo en mis manos es, ya mismo, una antigüedad. Mi teléfono inteligente y yo nos miramos con una creciente incomprensión.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 7 de enero de 2010.
1 comentarios:
Tienes toda la razón en todo lo que dices de estos "aparatillos" inteligentes y odiosos, que, de cualquier forma, muero por tener, pero bueno, la economía no me lo permite y no me queda más que ser feliz con mi teléfono que a lo más que llega es a tocar música.
Saludos a ti y a tu teléfono inteligente. :)
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