Al morir, es sabido, has de empezar a caminar hacia atrás con tal de recorrer en reversa cada trayecto que hiciste en vida. Has de volver a cada paso que diste, recrear todos tus titubeos, y siempre tus plantas han de posarse exactamente en las huellas que fuiste dejando. Si ahora, por ejemplo, te levantas y vas al balcón, y luego vuelves a estas páginas, los cuatro o cinco metros que anduviste —y en qué direcciones— deberás recordarlos escrupulosamente para que, llegado el momento, los deshagas yendo hacia atrás, siempre de espaldas. Aquel puente en París por el que pasaste sólo una vez; la acera polvorienta y gris que te sacaba a diario del colegio para tomar el autobús de regreso a casa; los cincuenta y cuatro escalones del edificio en la calle Magisterio por los que subías sin que nada en tu apariencia mortal anunciara que cada vez bajarías invencible y deslumbrado —el santuario del encantamiento de un beso—; la avenida desolada y magnífica en Mérida, los senderos en el cementerio, los pasillos del supermercado, la noche de Buenos Aires, y la de ayer, con el camellón por el que cruzaste... Cada plaza y cada corredor, todas las casas a las que entraste y, uno por uno, los vehículos en que te moviste: el tren y las estaciones que aprendiste a memorizar en la vía a Manzanillo, la motocicleta a lo largo del río Maravasco, todos los taxis, los subterráneos, el avión bajo cuyo paso las nubes se abrieron para ver las Islas Orcadas... Y, uno por uno y siempre en estricto orden, los hoteles, los consultorios, las playas, los salones, los templos, los cines, los billares, los mausoleos, las librerías, las fábricas, los solares, y con todas las calles y todos los vehículos que te llevaron de un lugar a otro, y todas las pausas que hiciste, y todos tus tropiezos. ¿Una tormenta iba borrando la ruta de aquella expedición en la Sierra del Tigre? No importa: entre el lodo y la maleza y las piedras estarán aguardándote tus huellas. ¿La multitud incontable te levantó en vilo al salir de un estadio en una calmosa estampida después de un concierto? Lo mismo: el caso es que estuviste ahí y después estuviste en otro lado, y aun con los trabajos que haga falta, el curso de tu desplazamiento habrá de rehacerse en sentido contrario. Corriste, en la niñez, ¿en cuántos juegos? ¿No sabes ya dónde pudo haber estado el Deportivo Morelos, aquellas albercas de luz por las que diste las primeras brazadas? Tendrás que saberlo. Una tarde que te diste a vagar sin rumbo en pos de cierta determinación o asediado por alguna cobardía, y llegaste a una zona de tu ciudad que era una ciudad por completo insospechada y enemiga: mala idea: tendrás que recuperar ese rumbo, por más que ni siquiera entonces hubieras sido capaz de reproducirlo. El cerro al que subiste en Zacatecas, las alturas del edificio en Tlatelolco adonde fuiste conducido para encontrar el mejor poniente de tu vida, las carreteras por donde condujiste de noche y de día, el pasaje comercial que tantas veces te sirvió de atajo camino de la biblioteca, y en ésta la duela que llevaba hasta los estantes rutinarios que se resignaban a facilitarte búsquedas que ahora ya no comprenderías. Las distancias de la cocina a la sala, de la iglesia de Regina Cœli a la catedral maronita de Valvanera, la espiral del estacionamiento al que entraste una vez o miles, el parque por el que nunca pensaste volver a pasar, las azoteas, los ascensores, la superficie congelada del río San Lorenzo, el basurero en Los Belenes, las calles por las que tendrás que ir mañana. El mar: cada vez que entraste en el mar. Y así hasta llegar a los brazos que te tomaron por primera vez, en el primer trayecto que hiciste, en el parto donde todo comenzó y donde empezaron a quedar los vestigios de tu paso y donde empezó a trazarse la arqueología de tu memoria, a cuyo encuentro tendrás que regresar, hasta el principio y desde el fin: es lo que pasa al morir, es sabido.
Publicado en KY de enero de 2010.
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2 comentarios:
ME parece un texto hermoso.
Qué belleza. Gracias, D
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