«¿Te gusta eso?» (Apuntes para una defensa de la afición por la música country)


Para Luis Vicente, que también sufre

Directo al bazo
Yo no sé para qué sirve el bazo. Supongo que jamás me ha dolido (¿duele?), quiero creer que nunca me fallará (y no imagino las razones ni las consecuencias de que falle), e ignoro incluso dónde está. Sé que debo tenerlo porque me lo han dicho o lo he leído, y ello equivale a decir que sólo creo en él. Pero me basta. Acaso tendría que esperar a mi autopsia para verificar su existencia —pero tampoco me urge tanto. Como sea, me gusta confiar en que mi bazo ahí está, en lo suyo, y por lo demás rara vez pienso en él. Quizás sólo cuando, en la nota roja, me entero de que algún proyectil «interesa» el bazo de alguien, o de que a alguien más le ha estallado (en un choque, pongamos). Y, por esta ignorancia mía, en modo alguno me parece descabellado afirmar lo siguiente: ni una punzada de alegría en la boca del estómago, ni un acelerón súbito del ritmo del corazón: es el bazo lo que vibra al oír una pieza, cualquiera, de música country. Música que toca el bazo. Y es una felicidad.

Lo irreparable
Con lo anterior puedo empezar a explicar que carezco de explicaciones acerca de esta afición mía. Afición que es aflicción, además, porque el mundo —siempre que, como es mi caso, uno no se encuentre en Nashville y sus alrededores— constantemente está exigiendo que la defienda. La primera reacción de quien me ve sonreír cuando, por error, un radio sintoniza fugazmente los acordes de cualquier pieza del género, oscila infaliblemente entre la perplejidad y el asco. La segunda reacción de todo prójimo, ya que hube repuesto «Sí, qué tiene» a la pregunta «¿Te gusta eso?», va de la indulgencia al desprecio. Y por lo general me veo en el penoso deber de argumentar por qué. ¿Por qué?

La ardua lealtad
El regocijo incomunicable puesto siempre en entredicho. Incluso por mí mismo, que no sé cómo resolver la fidelidad a un género musical que permite incongruencias como la siguiente: estaremos de acuerdo en que pocas cumbres de la elegancia ha alcanzado el ser humano como en un concierto de Ricky Skaggs (otra: la obligación de siempre aclarar quién es quién). ¿Qué hago si, en un descuido, me toca ver el video ochentero de «Country Boy», donde el mismísimo Skaggs —que puede hacer bajar a guitarrazos a la corte celestial— lo que hace es poner a bailar raperos en el metro de Nueva York?

Sueño de dicha I
Las dificultades no tienen fin. Que Willie Nelson haya cantado con Julio Iglesias es tan intrincado, tan dolorosamente abstruso, como el camino que debería recorrer para dejar claro por qué quiero conocer Dollywood y después morir.

La pradera inabarcable
No es del todo cierto: más o menos tengo localizado un origen, que debió ser el disco Neck to Neck, donde Mark Knopfler entablaba un duelo memorabilísimo y entrañable con Chet Atkins. Ahí empezó todo. Luego, claro, fueron los Notting Hillbillies (pues yo era rockerón, y si Knopfler andaba en esos rumbos qué remedio iba a quedarme), y más adelante el descubrimiento de J. J. Cale (y aquí es donde deberían comenzar las precisiones que ya no tengo la paciencia de hacer: que el compositor de «Cocaine» pueda encajar en el vasto imaginario que se extiende desde Hank Williams hasta, ¡ay!, Kenny Rogers es cosa que supera mis fuerzas y mi comprensión; pero así es). Luego, el caos. Porque, encima de todo, he de reconocer que como aficionado estoy muy lejos de haber comenzado un aprendizaje concienzudo, y frecuentemente he de caer en desfiguros. Ojalá todo fuera tan inapelable como Johnny Cash. Pero de una cosa estoy seguro —y nunca falta quien, con sorna, lo saque a colación—: en mis praderas no ha pastado, ni pastará, ningún Caballo Dorado o cosa similar.

Sueño de dicha II
Mudarse a Omaha. Conseguir empleo tripulando una trilladora. Perder tres dedos. Tocar el banjo.

Los respetos humanos
El dudoso gusto por el que ciertos intérpretes —muchos de la tercera edad: lo viejo no quita lo figuroso, y ahí está Porter Wagoner, por ejemplo— entienden que la elegancia es la suma de la terlenka y la lentejuela; la estridencia de escotes hiperbólicos, cabelleras anaranjadas y violines blancos sin los que algunas cantantes no serían lo que son; el hábito de representar la desolación en la mirada vidriosa de un vaquero, al volante de su pick-up ruinosa, al tiempo que suenan los primeros compases de una baladita melancólica; el tráiler y la polvareda, la cantinera gorda y desvergonzada que se carcajea eternamente, el motociclista con tejana y botas en lo alto de un rascacielos, los niños pecosos que brincan alrededor de una panda de salvajes en un tablado erigido en un pueblo miserable... Las estampas que suele evocar la música country no son muchas, y por lo general son horrendas. A veces buscan fundarse en la dificultosa mitología del western, y lo más seguro es que entonces los resultados sean peores (por algo John Ford nunca filmó un videoclip): por ejemplo, en el video de «Highwayman», donde las cabezotas de Willie Nelson, Johnny Cash, Kris Kristofferson y Waylon Jennings flotan por encima de un paraje desértico y nublado, en blanco y negro, al tiempo que unos jinetes galopan rumbo a la eternidad. Ahora bien: la práctica de una fe necesariamente ha de enfrentarse a lo que se conoce como «respetos humanos»: la interferencia del mundo, que hostiga y castiga al fiel que no se aviene a seguir los mandatos de la moda, que permanece al margen de las vanidades y las tentaciones, que contraviene los dictados del siglo con tal de perseverar en lo que su fe le exige. Escuchar country supone estar en guardia contra esos respetos humanos, resignarse a la proscripción y el oprobio siempre que se oigan acusaciones como «Ya estás con tu pinche musiquita de granjeros otra vez». Y ser constantes en la creencia de que cualquier pieza de Earl Scruggs y Lester Flatt nos redimirá.

Publicado en Replicante.

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