Peste y primavera


Volver a Guadalajara apesta. Literalmente, la primera bocanada de aire que uno aspira al regresar es inevitablemente inmunda: es el hedor, el miasma que rodea la zona del aeropuerto y se cuela hasta el túnel conectado a la puerta del avión para envolvernos apenas pongamos un pie fuera de la cabina. Mala cosa si la bienvenida que nos da la ciudad huele a caca —y ello por no hablar de la experiencia de quienes llegan por primera vez: ¿qué se imaginarán? Porque, como sea, quienes vivimos aquí ya sabemos de ese recibimiento y hasta podemos prevenirnos sacando un pañuelo o resignándonos, antes de correr al taxi que nos aleje de esa peste; pero quienes no están advertidos deben pasarla muy mal.
Mala cosa si así es como la ciudad ha estado esperándonos. Y luego no quieren que uno haga comparaciones. Por ejemplo ésta, elemental y pasmosa: en Londres, al salir del aeropuerto de Heathrow para tomar un autobús rumbo al centro de la ciudad o a cualquier otro punto en las inmediaciones, el chofer se baja, saluda y te ayuda con tus maletas. Y, cuando llegas a donde vas, vuelve a bajarse, te entrega las maletas y se despide. Aquí, en cambio, los choferes del transporte colectivo matan a la gente. Puede que parezca una observación frívola (y eso que faltó agregar que allá los choferes, además de usar corbata, hablan como Oscar Wilde), pero es en las sencillas operaciones de la vida cotidiana donde radican las diferencias por las que adquiere consistencia y forma eso que llamamos atraso. Es, desde luego, necio y fútil hacer generalizaciones y tomar partido: el listado de ventajas y desventajas que puede tener cualquier ciudad respecto a otra cualquiera no tiene fin (en Londres, para seguir con el ejemplo, y con un dato verdaderamente escandaloso y aterrador, una cajetilla de cigarros cuesta lo que cuestan seis cajetillas aquí), pero a poco de regresar y atorarse, pongamos, en las obras absurdas, torpes, lentas de La Calma, pongamos, o al ver cómo siguen moviendo de un lugar a otro a las famosas vacas para rescatarlas de los cuatreros que siguen apaleándolas, Guadalajara pronto va facilitándonos motivos para la depresión y el fastidio más irremediable.
Entre el miércoles y el jueves de esta semana resplandeció en la ciudad la primera primavera. Por Hidalgo, unas dos cuadras abajo de Chapultepec. Opulenta, insólita, inapelable, con una decisión que, tristemente, de poco valdrá ante su propia naturaleza efímera. Fue todo un acontecimiento. La felicidad de reparar en esa primavera es, a la vez, un consuelo y una razón más para la lamentación: si reluce, como todos los años, y como harán pronto las jacarandas, si esa primavera se alza por encima de la desastrosa tramoya y entre el tedio de nuestras rutinas, la fealdad y el estrépito y nuestra negligencia, y a unos cuantos kilómetros del aeropuerto más fétido del planeta, no es porque hayamos hecho nada para merecerla. Si acaso es porque se nos ha olvidado tumbarla —y no tardaremos, de seguro.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el 19 de enero de 2007.
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