Cuál ciudad



Al pretender definir mediante generalizaciones el carácter de los habitantes de cualquier lugar  es inevitable encaminarse al prejuicio o a la demagogia: es querer marcar con distintivos burdos e ilusorios lo que de inmediato desmiente la vivencia auténtica del lugar en cuestión y el contacto directo con la variedad de conductas y modos de ser de sus pobladores. Sin embargo, esas generalizaciones —por manejables— también tienden a establecerse como estereotipos o famas difíciles de erradicar, e incluso terminan por aceptarlas quienes son señalados por ellas. Por ejemplo lo que suele decirse de la sociedad tapatía: que es conservadora (o bien retrógrada), recelosa de los agentes externos que traten de insertarse en ella, jactanciosa de un pasado quizás digno o hasta glorioso, pero dilapidado en una historia de oportunidades desaprovechadas y actitud indolente, de ambiciones infundadas e ínfulas sin sustento; que en ella prevalece un ánimo provinciano —que bien puede ser motivo de dudoso elogio: «Qué bonita ciudad: sigue pareciendo pueblito»—, resumible en sus querencias clericalistas o en su comportamiento asustadizo, en su pasividad, su escaso interés por lo que haya más allá de sus límites geográficos o mentales, y también que se sueña aún en pos de un cosmopolitismo (un afrancesamiento, más bien) del que podrá sentirse orgullosa, aunque esté lejos de alcanzarlo. Todo esto además de la convicción de que no hay tapatío que no delire por destrozarse el paladar con una torta ahogada, por dañarse el oído medio con las trompetas del mariachi o por ir al futbol, etcétera.
Para empezar: ¿dónde queda Guadalajara? Podemos figurárnoslo, pero precisarlo es más complicado de lo que se podría pensar, dada la magnitud de las diferencias de toda índole entre zonas de la mancha urbana cuya conlindancia únicamente se puede explicar por la improvisación y la imprevisión. Un recorrido en espiral que partiera de la Catedral revelaría qué pronto esas diferencias exceden la convención según la cual nos encontramos siempre en la misma ciudad, y cómo las incontables zonas en que se podría dividirla tienen muy pocas razones para entenderse entre sí. Es posible que ese desencuentro sostenido de Guadalajara consigo misma, desentendida de que partes suyas prosperaran mientras que otras decayeran, de que a unas más las sometiera el marasmo o el olvido mientras que otras las decidiera la ocurrencia o el capricho, sea causa del presente caótico en que ya no se puede aspirar no digamos a la armonía, sino siquiera a un mínimo de condiciones para la coexistencia en paz.
En cuanto a los tapatíos, quién sabe quiénes seremos: si nos acredita el solo hecho de hallarnos aquí, como una fatalidad indescifrable, o lo único que nos afilia es la incomprensión —y las pocas ganas de remediarla. Guadalajara cumple años hoy. Creo que yo la quiero más de lo que la detesto. Pero no tengo muy claro por qué, porque no sé muy bien qué sea.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 14 de febrero de 2013.
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