Sombrillas

Foto: Mural

Somos lo que recordamos, y tenemos nuestro fundamento en los espacios que hemos habitado y sin la figuración de los cuales, en la memoria, es imposible reencontrarnos y formular las explicaciones —justas o ilusorias, da lo mismo— indispensables para saber cómo hemos llegado hasta aquí. Seguramente una de esas explicaciones, en mi caso, será afín a la de los muchos tapatíos capaces de reconocerse en el espacio que hace unos días fue renombrado como Plaza de la Universidad de Las Sombrillas —nombre que me encanta pero que, sospecho, abreviaremos para que se mantenga como hemos venido usándolo por generaciones, Plaza de Las Sombrillas y nada más. Mi memoria de ese espacio cubrirá aproximadamente unos veinte años: de mediados de los 70 a mediados de los 90 del siglo pasado, o sea desde que tuve uso de razón —es un decir: eso siempre es un decir— hasta que cambié de rumbos y ya sólo he visitado ése muy ocasionalmente, y más bien cuando ha sido inevitable y nada más.
    Es posible que haya hecho de Las Sombrillas, en mis evocaciones más remotas, un particular locus amœnus justificable por la perspectiva de la infancia: un territorio privilegiado de dicha, definido por la suave sombra de los árboles en la tarde, el sencillo espectáculo de los transeúntes que cruzaban la plaza y de la clientela instalada en la fuente de sodas cuya terraza delimitaba el amplio rectángulo de macetones al lado de Telégrafos. (Eso era entonces el edificio que hoy ocupa la Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz, y el dato opera como una dificultad para la verosimilitud del recuerdo: ¿Telégrafos? Pues sí, era un tiempo lejanísimo en que el telegrama parecía la forma más inaudita del futuro, y de ahí el respeto que inspiraba ese recinto, su prestigio y su misterio). Mis papás me llevaban una o dos veces en la semana —vivíamos cerca—, creo que siempre a la vuelta de las serenatas en la Plaza de Armas, y por eso me familiaricé tan naturalmente con las señas de identidad del lugar: la zapatería Las Tres B, la juguetería que había al lado (¿La Ciudad de Bruselas, se llamaba?), los pasadizos subterráneos de Juárez y sus escamochas, el estudio fotográfico París en Pedro Loza y Pedro Moreno, Franco (¿alguien más que haya ido a ver cuando se incendió?), el Nuevo París, los edificios Barreto y Castalia, el puesto de periódicos del profesor Limón... Niño ideático, siempre pedía unas «tres Marías», pero pedía que les quitaran la mermelada y las galletas, que me repugnaban.
    Años después me tocó hacer el servicio social en la Biblioteca, y los muchos sábados que estuve yendo pude apropiarme de ese espacio, también felizmente. Es «mi biblioteca», me digo, y me alegra que ahora, a sus veinte años, la Universidad de Guadalajara la festeje y se afirme en preservarla (entre tantas estupideces que envilecen la vida universitaria). Las nuevas sombrillas que ha puesto el Ayuntamiento en la plaza, tan dada al abandono y a servir de tianguis, ¿a la memoria de quién llegarán a darle forma?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 21 de julio de 2011.
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3 comentarios:

Héctor dijo...
21 de julio de 2011, 14:12

...esas Tres Marías tan sabrosas. Por lo menos una vez al mes las recuerdo con nostalgia... porque ahora ni la nieve sabe igual en ningún lado, ni venden los de Cristalerías González esas copas(?) ovaladas ni nada.
Que tiempos.
Tiempos que traen también en la bolsa las donitas Fiesta, que saben a rayos pero huelen a gloria, las palomitas en bolsita de papel...
Y eso de la Plaza de la Biblioteca de las Sombrillas de la universidad de la Fuente de los Mimos y demás, me suena a que ya se dieron cuenta que nadie la llamaba Plaza de la Universidad

Hoteles Santa Marta dijo...
19 de octubre de 2011, 11:23

Hermosos recuerdos, valiosos por que nadie no los puede arrebatar. Que buen post, un gusto visitarte.

Software Web dijo...
28 de octubre de 2011, 22:56

Un gran lugar, un lugar de historia, lleno de tradición que inspira amor por lo que es nuestro.