Apremio


Sólo borrosamente puedo recordar, o imaginar que recuerdo, haberme servido alguna vez del correo postal para sostener contacto con alguien: los amigos viajaban o se habían establecido en lugares suficientemente distantes como para que operara la añoranza, y la única forma de que la comunicación no quedara interrumpida consistía en confiar la conversación a los envíos en que viajaban las deficientes actualizaciones con que buscábamos seguir al corriente unos de otros: tarjetas postales, preferiblemente (pues quizás las imágenes impresas en ellas, más que conferirles el carácter de meros souvenirs, servían para certificar que nos hallábamos en lugares apartados y así constatábamos cómo el mundo se nos iba amplificando), pero también sobres con misivas —hace cuánto que nadie usará esta palabra— por lo general escritas a mano, debidamente fechadas y firmadas, y en ocasiones acompañadas por fotografías, recortes, dibujos... Entre una carta y su respuesta podían pasar semanas o meses: un tiempo que hoy juzgaríamos excesivo en todo caso, pero que entonces parecía natural y justo —seguramente porque se pensaba, o ni siquiera había necesidad de pensarlo, en las distancias que en efecto recorrían esos envíos, en lo accidentado que podían ser sus recorridos, en la consistencia material que tenían.
    Luego, claro, llegó el correo electrónico, y con su velocidad insospechable aquello pronto quedó relegado, pues lo despacioso de la comunicación postal se volvió automáticamente inaceptable. Aunque es comprensible el entusiasmo inicial de quienes presenciamos el cambio, pues cómo íbamos a desdeñar tal inmediatez —y me incluyo en ese plural que abarca los catorce años que tengo de usar el e-mail porque supongo que habrá quienes juzguen impensables las esperas dilatadas de antaño, pues no tuvieron jamás ni tendrán ya oportunidad de experimentarlas—, el hecho es que no podía preverse lo que supondría: no sólo el encogimiento del mundo, y la dificultad extrema de volver a concebir las nociones de distancia con las que nos manejábamos, sino además, y para peor, la imposición de premuras y ansiedades que han hecho de la correspondencia una práctica sobre todo utilitaria y agobiante, indeseable muchas veces y fuente inagotable de desazón y neurosis.
    Claro: muy despistado estaría si a estas alturas comenzara a quejarme de la existencia del correo electrónico, o de sus derivaciones o suplementos que nos ha deparado la sofisticación tecnológica (mensajería instantánea, redes sociales, etcétera). Pero no deja de extrañarse —o a mí me ha dado por extrañar— un tiempo ya inencontrable en el que la correspondencia era, ante todo, una sosegada modalidad de las mejores conversaciones, sin las exigencias de prontitud y sin el barullo odioso (la cantidad de porquerías que uno recibe todos los días) que ensordecen a cualquiera apenas se asoma al buzón electrónico, ese rincón vertiginoso donde lo que no apremia no importa, y por el que lo que importa (la vida, pongamos) va dejándose irremediablemente para después.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 13 de enero de 2011.
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1 comentarios:

Víctor Cabrera dijo...
14 de enero de 2011, 12:53

Además, no hay que olvidar que al correo tradicional le debemos, también, este par de joyas:

http://www.youtube.com/watch?v=yvgSlzK3Yag

http://www.youtube.com/watch?v=-nuEY6fQgzk

¡Pura pinche nostalgia!