Tardeadota

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Esa silueta que se ve no es el cantante de una banda «alternativa», sino un broncíneo Niño Héroe, que está como espantándose con un tipo machete a los greñudos que brincotean en el camellón de Chapultepec. Foto: Mural / Roberto Antillón
 
Por ese misterioso impulso que, sin ser del todo un entusiasmo ni una decisión bien meditada, y que se resume en la fórmula «a ver qué», el sábado pasado fuimos un rato a la Fiesta de la Música. Nomás a ver qué. Las experiencias que resultan de obedecer a tal impulso pueden ir de lo desabrido (como al sumarse a un montón de mirones para descubrir que lo que presencian es la actuación de un mimo) a lo catastrófico (si uno se queda viendo una pipa que acaba de volcarse por si llega a incendiarse), pero lo más común es terminar mereciendo una comprobación de lo previsible y de lo consabido.
       Hubo, como supongo que era de esperarse, gentío: cosa que, naturalmente, desde la perspectiva de los organizadores (el Ayuntamiento tapatío, la Alianza Francesa, una estación de radio), ha de haber significado un éxito. Pero no creo que sean misteriosas las razones que pudieron llevar a tal muchedumbre a pasear entre los cinco foros distribuidos en la Avenida Chapultepec: si algo es gratis —cualquier cosa, incluso un mimo, incluso una pipa incendiándose—, la presencia del público está garantizada. Así que no tendría que ir por ahí la interrogación por el sentido que tengan actividades como ésta: una cosa es que se disponga del espacio común para semejante despliegue (36 actuaciones a lo largo de ocho horas), y otra que eso pueda entenderse como algo más que como una tardeadota. Porque luego pasa esto: si bien es cierto que se veía gente que realmente gozaba de lo que iba encontrándose —menos en el foro dizque de rock: yo pensaba que los músicos que hubo ahí, si ya gastaron en comprarse sus guitarritas y sus tambores, ¡siquiera que aprendan a tocarlos!—, y si hasta daba gusto ver cómo una seño ya mayorcita no se aguantó y se lanzó a bailar con alegría más que sincera, también era evidente que para muchos lo único que importaba era el argüende (y si estaba regado con cerveza o perfumado con humos varios, tanto mejor). Y no es que el argüende esté mal de por sí: lo triste (o, bueno, lo consabido) es que lo que puede ser —y bastaría— un buen rato para hacer uno que otro hallazgo, termine siendo ocasión para el disgusto —y eso por no hablar de los vecinos de la zona, que deben haber quedado podridos de tanto relajo y tanto estropicio.
       Al margen de lo que hace la gente —es lo malo, que haya gente—, debo reconocer que estuvo bien oír a un par de guitarristas y a un pianista y un cantante interpretando música jalisciense insospechada, y que hasta hubo modo de mecerse tantito oyendo a una banda de jazz bastante maciza. El DJ que nos tocó, como a las 9 de la noche, estaba muerto por dentro —y los que lo oían estaban aburridísimos—, y lo más prendido corrió a cargo de los guapachosos, frente a la Joseluisa. La señal de retirarse llegó cuando, en algún momento, un gato tomó el micrófono del foro principal para gritar: «¡Qué regalazo nos está haciendo el Ayuntamiento de Guadalajara!». ¡Momentito!, quise contestarle, ¡nada de regalazo! Pero para lo que habría servido.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 25 de marzo de 2010.

Tanto cine

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Puede que no sea sino un precario argumento a favor de mi naturaleza aceda, pero si he sido reacio a ver el paso del Festival Internacional de Cine de Guadalajara más que de lejecitos (en el periódico, cuando mucho, e incluso ahí de pasadita), se debe a que he terminado por no comprender cuál es el sentido que semejante chaparrón de proyecciones y actividades paralelas puede tener para el espectador de cine que soy —un espectador normal, supongo, porque veo lo que me da la gana y cuando hay modo, orientado más por intuiciones que por cualquier curiosidad que no esté sencillamente activada por el gusto o la mera gana de divertirme o emocionarme. Habrá, sí, películas interesantes en la agobiante cartelera armada para estos días; habrá incluso alguna buena, y hasta alguna buenísima, que quizás no debería perderme. Pero esa posibilidad, la de que esté perdiéndome algo, me pone automáticamente en guardia: son tan diversas ya las intenciones y las pretensiones del Festival que resulta muy complicado distinguir qué podrá tener más importancia en un programa tan vasto, más laberíntico que rico, y acaso la sola forma de obtener un verdadero hallazgo sea confiándose a la buena suerte, pues por escoger una película se está dejando de escoger otras muchas. Creo que eso no pasaba hace añales, cuando el Festival era la Muestra de Cine Mexicano y su diseño permitía que el público tuviera a su alcance (y bastaba) un puñado de películas que quedaba perfectamente claro por qué convenía o no ir a ver.
       Por supuesto, para un cinéfilo de verdad la cosa será del todo distinta, y estará encantado con la profusión de oportunidades para ver rarezas que sólo en estos días pasan por Guadalajara. Pero el Festival también se obstina en un ánimo autocelebratorio que no deja de parecerme chocante: tanto premio y tanto homenaje y tanta felicidad, como si las cosas para el cine en México (y como si las cosas en México, en general) estuvieran tan bien. Y, por esa pirotecnia de espectacularidad, se llega a hacer fiesta de lo que sea: no entiendo, por ejemplo, por qué hacerle un reconocimiento a Matt Dillon: como no sea porque no hubo nadie más a la mano... 
       Con todo, sí hay algo que debo agradecer: las proyecciones al aire libre. En concreto la de la noche del martes, en el camellón de Chapultepec: Las vacaciones de Monsieur Hulot, de Jacques Tati. Qué cosa tan regocijantemente extraña estar carcajeándose ahí, mientras el atolondrado de Hulot quería cambiar una llanta o buscaba apagar los fuegos artificiales que había prendido sin querer. Hay una escena en particular de la que bien puede derivarse un aprendizaje para la vida: Hulot, ¡por fin!, está bailando con la muchachona que todo el verano le ha llenado el ojo; sin embargo, por encima de la canción suena un radio que transmite el discurso, soporífero e imbécil, de algún politicazo. Hasta que los bailadores se acercan al tocadiscos y Hulot, sabiamente, sube al máximo el volumen de la música. Claro: es lo que hay que hacer.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 18 de marzo de 2010.

Ruta 100

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Fotos: Abraham Pérez

La distancia entre dos puntos en el espacio es inversamente proporcional a la distancia que hay entre el punto temporal A —fijo en la primera vez que se recorrió la primera distancia— y el punto temporal B —cuya marca corresponde a la vez última, la más reciente, que se hizo el trayecto dicho. Ayer puede ser hoy mismo, si uno quiere, pero todo intervalo de tiempo —innegable aunque uno no quiera, y, para acabar pronto, incognoscible siempre—, conforme se amplifica, va desmintiendo toda noción de lejanía, que se reduce paulatinamente en cada nuevo recorrido. La incandescencia del sol de la una de la tarde, pongamos, podría ser la misma, y durar hasta cerca de las dos, pero ahora me aturdiría menos; la primera hora de la noche sería la misma que entonces, y duraría igual, pero difícilmente alcanzaría en su transcurso a reconocer el silencio que por el que iban abriéndose camino las imaginaciones que dieron forma a un relato que hoy, de encontrarlo, me resultaría indescifrable. Sin embargo, aunque uno y otro viaje —la ida, la vuelta— únicamente puedo hacerlos en la memoria, por deficiente que ésta pueda ser (intentarlos en el presente carece de sentido: la distancia va comprimiéndose, apenas llegaría a ver desaparecer los deficientes borrones que encontrara), las impresiones de que dispongo acaso sean las indispensables: para qué, no sé: quizás para hallar alguna vez, si se ofrece, una explicación de mi suerte, el origen de mis ignorancias, la causa de lo que sea que ahora mismo soy incapaz de preguntarme.
       Esas impresiones, principalmente, consisten en casas, que de algún modo un otro siguen por ahí. La de Madero y Galeana (el camión venía ya lleno, ahí lo tomaba, y salvo raras excepciones tenía que ir de pie), por cuyo zaguán sólo una vez (es decir: siempre) vi salir a una anciana con los pies torcidos; en Robles Gil y Vallarta, luego de la primera vuelta, otra, cerrada siempre, acallada, que convenía invariablemente en admitirme habitándola; poco más adelante, en Hidalgo e Ignacio Ramírez (habíamos doblado antes por Morelos), una más, custodiada por un tabachín, que estaba seguro de haber podido dibujarla; la de enfrente, cruzando Hidalgo, desvencijada y adusta, que me infundía temor; otra en Justo Sierra y Ramos Millán, donde siempre (es decir: un par de veces) entraba un hombre de traje gris. También había casas al regreso, pero sólo dos: la de Alfredo R. Placencia e Hidalgo, y otra una calle más adelante, en Morelos: eran las mejores, porque ya era de noche y el silencio aquél las intensificaba.
       Pero también estaban cosas como ésta: en la ida, siempre (es decir: siempre) veía a un viejo de sombrero de fieltro, sentado, seguramente porque subía mucho antes —e ignoro dónde se bajaba—; el camión pasaba cada hora, y la coincidencia era inevitable. Y una vez, que me tocó pararme junto a su asiento, se quitó el sombrero. Era calvo: eso pude haberlo supuesto. En la coronilla tenía un agujero del tamaño de una moneda de diez pesos: se veía una membrana de color aceitoso, una gelatina que pulsaba. Palpó el hueco, se puso de nuevo el sombrero.
       Etcétera. Tres años, cinco días a la semana.

Publicado en KY.

Un año de audacia

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Editar una revista en México siempre ha sido una empresa temeraria. Si, además, tal revista es de índole cultural, puede suponerse que, quien se arriesga a hacerla, tiene una cierta afición por la ensoñaciones, por las aventuras, por la persecución de ideales a contracorriente del curso siempre adverso de la famosa realidad: en un país cuya educación corre a cargo de las televisoras, cualquier publicación impresa que no emule, en sus propósitos, la naturaleza de las telenovelas (o de lo que hay en torno a ellas), lo más probable es que cuando mucho merezca la indiferencia del público o sea prácticamente invisible. Claro que en México se leen muchas revistas: sólo que, o cuentan historias de sustancia similar a la de las que se cuentan en la tele —y de ahí que las piezas de las grandes autoras del género, como Yolanda Vargas Dulché y demás, hayan brincado de un medio a otro sin mayor problema—, o bien consignan las desventuras y los desfiguros y las insulsas glorias de quienes protagonizan cuanto ocurre en la grotesca farándula nacional. También se publican y se leen mucho —aunque no tanto— revistas sobre los actores de la política, que es otra forma de farándula, nomás que más repugnante. Pero lo dicho: si, pese a tal estado de las cosas, alguien se obstina en producir una revista cultural por cuenta propia —las que dependen de instituciones públicas han de considerarse aparte, pues las condiciones de su supervivencia son diferentes—, y si además, para ponerla a circular, decide regalarla, la cosa ya linda con lo descabellado, cuando no con la insensatez.
       Algo así fue lo que yo pensé —y a veces sigo pensándolo— cuando hace algo más de un año supe del proyecto de la revista KY, teniendo en cuenta que, además de las contrariedades obvias (las económicas, para empezar, nada desdeñables, sobre todo ahora que las publicaciones periódicas han de resolver cómo arreglárselas para seguir imprimiéndose, o si más bien ya van pasándose a internet... y ahí luego a ver qué hacen), tal proyecto habría de enfrentar la dificultad suprema que, a mi modo de entender, supone la necesidad de entablar una conversación fructífera con la comunidad (y si esa comunidad es nada menos que Guadalajara, tanto peor).
       Asombrosamente, ha prevalecido esa audacia (que eso termina por ser la insensatez cuando su resultado es feliz), y KY no sólo sigue apareciendo con regularidad, sino que también ha conseguido entenderse muy bien con la ciudad, a la que ofrece cada mes un estupendo relato de sí misma en varias de sus manifestaciones más atractivas. Y, aparte de ir constituyéndose como un referente de la cultura tapatía, creo que es la prueba inusitada de que, cuando una iniciativa es sólida, no hace falta esperar que el gobierno ni nadie más facilite las cosas —costumbre tan arraigada y tan detestable. Con los trece números que lleva, esta revista ya es ejemplar e imprescindible. Y sus lectores la recibimos gratis, increíblemente.


Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 11 de marzo de 2010.

Rescoldos

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«Habla de lo que sabes». Es la conminación, terminante, elegida por Geney Beltrán Félix para instalarla al frente de su libro de relatos —cerrado el libro y cuando apenas va reanudándose la ocurrencia del mundo, suspendida definitivamente en las horas tensas de lectura ininterrumpida, es un título que se revela como una sugerencia alarmante: ¿qué es lo que sabe este autor, que ha podido hacer esto?—; es también la conminación que ahora dirige este comentario, y es inapelable. He de hablar de lo que sé, y lo que he llegado a saber con esta lectura es más o menos lo siguiente:
       Primero: que, de regresar a ciertos pasajes de los relatos de los que vengo saliendo (uno, pongamos: «Anoche soñé que volaba»), me esperan ahí, y no habrá forma de evitarlo, el estremecimiento y la turbación que, de todos modos, se han impreso indeleblemente en la memoria de lo que fui conociendo: qué ingredientes y en qué proporciones componen la fórmula inmejorable del envilecimiento. Hay esto: un muchacho, cajero en un Superama, tiene una pistola consigo mientras pasa por el lector de la caja los productos que pagan los clientes. Lo que ha ocurrido antes, lo que ocurrirá entonces: la hermana del cajero, desnuda y absorta en el remolino de agua del excusado, el deportivo azul en que el cajero ve alejarse a la joven mujer de ojos verdigrises cuyo nombre obtuvo de la tarjeta bancaria con que le pagó el súper, los viajes en el hastío y la negrura del microbús, la amiguita de la hermana con el arete en la nariz, el mafiosillo del barrio entrando a la habitación de la hermana, los pantalones del cajero en los tobillos, el llanto, la clave para marcar en la caja registradora el precio de las clementinas. Y el resto: la miseria, la vergüenza, el resplandor del televisor, el resplandor del sol de la tarde cerniéndose sobre el aullido de una ambulancia. Etcétera. Lo que sé, en suma —«habla de lo que sabes»— es que no hay atrocidad que no tenga su historia, por arduo que resulte elucidarla, y que llegar a conocer tales historias supone renunciar (cosa que habríamos tenido, ingenuamente, por impensable) a nuestras más trabajadas intransigencias: quiero decir: hay un cajero de un Superama, tiene una pistola, y lo que haya de suceder, y lo que lo llevó a hacerse de la pistola —y de qué modo— nos descubriremos comprendiéndolo. Ignoro si el estremecimiento y la turbación cuenten como méritos literarios: lo que sí sé —«habla de lo que sabes»— es que, sin que me haga falta regresar a la lectura del relato «Anoche soñé que volaba», el estremecimiento y la turbación no tengo manera de disolverlos. (Sí regresaré, claro: porque además está el enigma fascinante de que esto haya sido así).
       Sé, también, que los relatos de este libro propician una intensificación del silencio en rededor nuestro, van amplificándolo hasta que sólo podemos escuchar las voces de los personajes y quisiéramos —me pasó— tener algo que decirles para salvarlos, si cabe tal candorosa intención. Los padres y sus hijas que buscándose van a perderse, la mujer que espera las patadas de esa noche cuando su esposo y su hijo regresen briagos, la muchacha cuyo pecho sube y baja mínimamente luego del terremoto, el hombre en la jaula suspendida en el vacío, un río que va a desbordarse y un lazo que se aprieta sobre un cuello, un tropel de indeseables que salen y salen del baño, el avión a Londres que estalla antes de haber despegado, una mujer sepultada en la nieve, otra que espera un corazón para que se lo coloquen debajo de las costillas… Supongo que esto no se hace: ir despachando instantes inconexos cuya concurrencia en estas líneas poco o nada dirá a quien pase por ellas. Pero el hecho es que tales instantes —y me detuve a tiempo, espero: me quedan muchos más— son el rescoldo (probablemente inextinguible: lo que hallaré cada que vuelva a la recordación de mi lectura) de la experiencia absolutamente inesperada que fue permanecer en el centro de ese silencio que digo, mientras presenciaba —sin poder decir nada— cómo un puñado de personajes, movidos en última instancia por la pertinacia de sus errores, por la soledad que los había acorralado, porque la vida es un mero pretexto para que tengan lugar el dolor o la infamia, porque querer hallar sentido a nuestros actos es la vía más segura para extraviarse, cómo un puñado de personajes iban siendo fijados por el rencor, la demencia, la pena… Y pienso ahora en Pompeya, en los cuerpos que las cenizas ardientes dejaron detenidos en su gesto y su idea y su movimiento últimos, y pienso que la escritura de Geney Beltrán Félix puede ser como esa ceniza que se abatió sobre las vidas que constan en este libro, y tras la cual queda sólo el silencio temible de quienes así —como se había propuesto Sicrano, el cartero del último cuento— han sobrevivido a su propia muerte.
       Sé, también, que he pasado por el libro de un autor obstinado —felizmente obstinado, a contracorriente de toda complacencia y toda facilidad— en su admirable empresa de reformulación del mundo. Sé que podrán pasar los años, muchos, y este libro, y cada uno de sus diez cuentos, y cada uno de sus personajes, serán inolvidables.

Habla de lo que sabes, de Geney Beltrán Félix. Jus, México, 2009.
Publicado en el núm. 58 de Luvina.

¡Vota x Jorge! (Y dale...)

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Ibargüengoitia, en los tiempos en que un profesor lo llamaba Ibasconguita.

Puesto que la lectura es, acaso, la última trinchera en la que todavía es posible preservar la soledad creativa, provechosa, calmante o meramente ociosa —un espacio privadísimo donde es posible ponerse a salvo del barullo omnipresente—, y convencido de que las decisiones que uno toma al respecto son de índole personalísima (qué leer, por qué, cómo, con qué fin, e incluso la decisión de no leer jamás), por lo general veo con recelo las iniciativas de promoción que buscan hacer entender que la frecuentación de los libros es cosa buena y deseable. Antes, o al mismo tiempo, tendría que trabajarse por que los libros dejaran de una vez de ser artículos de lujo con precios obscenos, y por que circularan más y mejor (yo no entiendo por qué una de las dificultades más graves que enfrentan editores de libros y revistas en México es la distribución de lo que producen: quien hace panes o zapatos o ladrillos, de lo primero que se preocupa es de que su mercancía llegue a sus compradores, ¿no? Pero parece que es lo último de lo que se acuerdan los editores, y luego ahí andan quejándose, encareciendo todavía más lo que fabrican, y esperando que los salve una ley que, por lo visto, nadie tiene la voluntad de desatorar). También tendría que funcionar como debe la Secretaría de Educación Pública... Pero bueno: como reconozco que es demasiado pedir, admito que todo esfuerzo de fomento de la lectura es, por sus intenciones, justificable, y si llega a tener resultados positivos al menos en un puñado de individuos, habrá valido la pena.
    Como cada año, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara organizará, el próximo 23 de abril, una lectura colectiva para celebrar el Día Mundial del Libro. Creo que el interés que despierta esta actividad —quizás más que la actividad misma— puede tener, por lo pronto, el efecto benéfico de llamar la atención sobre los autores entre los que el público elige, y sin duda es un acierto que haya una votación previa: la gente llega a entusiasmarse, y eso está de lo más bien. Tal vez incluso nos pongamos a leer, y eso estará mejor. Esta vez, han puesto a competir los libros de tres escritores que bien pueden tenerse por imprescindibles: El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger; El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, y Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia.
    Pienso esto: de Salinger, malamente, la traducción que más circula es pésima (la de Alianza Editorial; me han dicho de otra mejorcita, pero no la conozco); a Wilde habría que estar leyéndolo siempre. Por tanto, mi gallo es Ibargüengoitia: no sólo porque es divertidísimo y porque no se le ha hecho justicia como uno de los mejores escritores mexicanos que ha habido, sino también porque, en este año de solemnidades patrias y en este país despedazado, hace falta regresar a su comprensión irónica de la historia, que ayuda a entender por qué estamos como estamos. Además, porque la risa es subversiva —y, claro, leer también. La votación se cierra el próximo 12 de marzo.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 4 de marzo de 2010.