Benedetti

«¡No me acribishen!».

Se murió Mario Benedetti. Por lo que pudo verse en la cobertura noticiosa de sus exequias, una nación entera (la suya) presumiblemente habría quedado bajo una nube espesa de luto y pesadumbre, al tiempo que en otras varias (Cuba, España, México) no nos libramos del chaparrón de lágrimas y lamentaciones. Mientras los dolientes («huérfanos», llegaron a declararse los compatriotas del escritor) desfilaron junto al cadáver expuesto en la sede del Palacio Legislativo de Montevideo —en un espacio que lleva este bonito y exacto nombre: Salón de los Pasos Perdidos—, quienes tienen siempre micrófonos y cámaras a la mano protagonizaron una competencia por ver quién profería la desmesura más audaz. «Con Benedetti se va también un país», declaró el presidente de la Academia Nacional de Letras de Uruguay (un señor que tiene la ocurrencia de llamarse Wilfredo Penco), en tanto que el cantante Daniel Viglietti, compinche por años del autor de La tregua, se lanzó de un balcón con esta hipérbole lírica: «No necesita que lo idealicen, porque es un ideal en sí mismo». José Saramago, que resultó «amigo y hermano» del finado, y que está siempre puesto para pronunciarse, salió a decir esto: «La obra del gran poeta uruguayo se nos presenta no sólo como suma de una experiencia vital, sino, sobre todo, como la búsqueda persistente y lograda de un sentido, el del ser humano en el planeta...». Y de ahí para arriba.
Aunque no es infrecuente que los escritores se mueran, sí es raro que un deceso en particular desate tal coro de gemebundos —jefes de Estado incluidos, que al dar el pésame lo han hecho en nombre de sus gobernados. Mario Benedetti tuvo y tiene y seguirá teniendo multitudes de lectores, y muy legítimamente: si hay legiones que se desviven por Paulo Coelho y bichos parecidos, el uruguayo al menos habrá dado algunas páginas legibles —por panfletario y cursi y poco estimulante que se exhiba apenas abramos cualquier versión de su Inventario, el nombre genérico que fue dando a sus compilaciones de poemas—: algún pasaje de alguna novela o de alguna pieza teatral, finalmente, acaso lo justifique en términos literarios. Como apuntó en estos días el escritor mexicano Alberto Chimal, en un artículo que pone en su lugar al muerto, «el padre espiritual de sus poemas pudo haber sido, entre otros, Bertolt Brecht, pero tiene entre sus hijos a Ricardo Arjona y otros todavía peores».
Popular y «accesible», Benedetti pudo pasar por esta vida sin el visto bueno de la crítica, pero a cambio, y nada menos, los miles que memorizaron sus versos, a veces vueltos canciones, le guardarán la gratitud y el cariño que ya muchos quisieran. Pero hay una diferencia entre eso —total: que la gente quiera a quien le dé la gana— y la excesiva propagación de elogios sentimentaloides que han venido haciendo sus pares y sus secuaces ideológicos: una profusión de lugares comunes teñidos de rojo deslavado que recuerda tiempos idos. O quizás no tan idos, misteriosamente.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 21 de mayo de 2009.
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3 comentarios:

Unknown dijo...
22 de mayo de 2009, 13:21

¡puaff!

Alejandro Vargas dijo...
23 de mayo de 2009, 14:16

Nombre y la cantidad de personas que son "fans" de Benedetti.

Irad dijo...
24 de mayo de 2009, 23:59

Mi estimado José Israel,

Espero verte en Xalapa, para la tertulia.

Un abrazo!