Charlie

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No tengo que pensarlo mucho para reconocer que me tiene con pendiente Charlie Sheen. Claro: está Japón, está Libia, está el PRD; la narquiza desatada, la renuncia del señor Pascual, la ocurrente iniciativa del Gobernador González («Emilio» que le diga Raúl Padilla) para garantizar que se embarace quien deba, aunque no quiera; y Lujambio viendo telenovelas, y el iPad (¿quiero uno?), y las pataletas de Slim, y los Panamericanos ya a la vuelta de la basurienta esquina (y la casa toda tirada, qué ansias), y... Para qué seguir: a mí lo que me apura es lo que pase con Charlie Sheen. ¿Va a quedar loco, se va a morir, todo es un ardid para incrementarle el rating? En cualquier caso, ¿esta preocupación es menos legítima que cualquiera de las que anoté o de las incontables que ahora no recuerdo? Porque nada puedo hacer por la suerte de Charlie más que presenciar sus volteretas, y en cuanto a todo lo demás... 
       No será la primera vez: un individuo que en otra circunstancia sería repelente o temible, disfruta sin mayor trámite el rédito que le reporta su conducta descabellada. Aunque Charlie Sheen sea un potente imán para adjetivos injuriosos (borracho, irresponsable, mujeriego y procaz, para empezar), éstos quedan desactivados de inmediato y se transforman en las medallas que afirman su singular heroísmo: sobreviviente no sólo de sus aficiones (calificarlas de excesivas supone chapotear en el juicio moral, y qué aburrido), sino además de la atención que les prestamos, el comediante (no olvidarlo: es un payaso) está en la cima de su popularidad gracias a que ha hecho todo lo que se supone que no debería hacer (despedazar cuartos de hotel, por ejemplo, con una o varias prostitutas dentro). Lo fácil es pensar: qué podrida debe estar la humanidad para que vayan sumando millones los seguidores de Charlie Sheen en Twitter —que para eso sirve, aparte de tumbar dictadores. El tipo se esmera en la deplorable caricatura de sí mismo: pela los ojos, arroja humo (¿de qué?) por la nariz, enronquece la voz cuando suelta claves dizque enigmáticas, pronto estampadas en camisetas a la venta en su sitio web, anuncia que va a casarse con una modelo y con una estrella porno (ambas, por lo visto, están de acuerdo). Y uno ahí está, píquele y píquele a ver ahora qué dice.
       Pero yo me lo explico así: los sit-coms —las series televisivas cómicas, como la que ha robustecido la fama de Charlie—, para funcionar óptimamente deben erradicar toda odiosa interferencia de la realidad. Nadie puede sufrir de verdad, preocuparse por algo serio ni moverse por alguna emoción que no sea absurda o ridícula. Los personajes de una comedia real y soberana están —o deben estar— por encima de cualquier vulgar realismo. Y algo por el estilo es lo que sucede con un monigote, como Charlie —o como tantos otros—, que llena la pantalla con su insustancialidad pasmosa y su irresistible encanto cínico: es visitante llegado de un mundo de fantasía donde no existen el dolor ni la desdicha. Aunque se vuelva loco. Qué le voy a hacer: se ha ganado mi corazón. Al menos un pedacito.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 24 de marzo de 2011.

Altas horas

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Foto: Abraham Pérez

Lo mejor era el suave estruendo que iba intensificándose hasta convertirse en una forma imbatible del silencio: bajo el rumor de las conversaciones, o confundiéndose con el trasiego de trastos y las músicas ineptas disueltas pronto en la pareja sucesión de su desgano, alguna vez con un televisor que alguien se habría olvidado de apagar (en el bar: nadie veía el futbol, luego la pantalla comenzaba su delirio casi inaudible, para la edificación y el solaz de nadie), sobrevenía el acallamiento radical del mundo, empezando por los ecos que hacen de la propia cabeza la sede aturdida de convicciones tan trabajadas como estériles, como «el prójimo es imbécil» o «merezco ganar más». Un banco en la barra era particularmente propicio para remontarse sobre esa quietud: delante de un cenicero que hacía horas ninguna mesera había venido a vaciar, media taza de café helado, a menudo un libro abierto en vano —o nada, ni libro ni cuaderno ni nada, que convenía más—, limitarse a observar cómo prosperaba la noche afuera, por los ventanales, y cómo iban fugándose de ella ciertas presencias, aisladamente verosímiles sólo porque la inverosimilitud de su reunión ahí era insuperable.
        Por ejemplo: una pareja de padres tardíos —o eso había que suponer: la dificultad de hallar explicaciones imponía aferrarse a cualquier posibilidad, por incierta que pareciera—, él pálido y de barba gris y ella con un cutis de parafina, lentes gruesos y melena teñida, acompañados por dos niñas de greñas revueltas, vestidos de fiesta y blancas también, afantasmadas, que dibujaban o picoteaban sus platillos, como si no fueran las dos de la mañana. La única solución admisible era que a esa hora estuvieran soñándose, los cuatro, pero el problema es que la aparición insistía en manifestarse al menos dos o tres veces en la semana. O el viejo ingeniero —profesor de prepa, incapaz de jubilarse— que repasaba incesantemente las hojas en que trazaba los planos minuciosos de un arma antiaérea de su invención (y si uno le tenía paciencia, exponía cómo y contra quién pensaba que podría usarse, y qué beneficio le traería a la patria). Parejas recurrentes, claro, como la que hacían una empleada de Hacienda, de ojos llorosos siempre, y un gordo de camisa ajustada siempre al borde del exabrupto. Una señora de cabeza laqueada, varias capas de maquillaje y cada brazo metido en un tubo de pulseras doradas; un calvo de traje blanco y zapatos blancos y corbata blanca, recostado en su respaldo como si mirara a lo largo de un muelle; grupos de estudiantes de medicina que, por temporadas —días de exámenes—, impregnaban el lugar con una atmósfera forense, seguramente efecto de las preguntas técnicas que cruzaban; una mujer joven, sola —pero quién no estaba solo ahí—, obstinada en la consideración del rencor que la habría instalado cada noche en la misma mesa; el habitual contingente de deudos que abandonaba por un rato la funeraria vecina para entrar con su negrura y su sobrecogimiento contenido (una vez uno llevaba en las manos una esfera de cristal con peces de colores). Mariachis, policías, borrachos, putas, un taxista que recalaba ahí hasta que lo mató el cáncer de garganta, un anciano doctor que esperaba a su mujer (de un tercio de su edad) para que pasara por él, cerca de la media noche; y el loco insignia del café, Chavita, que platicaba con Benito Juárez o con el Príncipe de Gales en el otro extremo de la barra. Etcétera.
        Luego, como había descendido, ese silencio admirable se elevaba y las voces, los ruidos, la música o los ecos en la cabeza recuperaban su volumen natural. Hora de largarse. Poco antes de que el sol empezara a desbaratarlo todo, y de que fuera posible —aterradoramente posible— constatar cómo ese café no podía existir sino en las horas irreales en que el único vestigio del tiempo, afuera, es el cambio de las luces de los semáforos, o, adentro, la cajetilla de cigarros indolentemente vaciada.

Publicado en la KY Magazine más nuevecita. Si quieren echarle un vistazo al número entero, click por acá.

Japón

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El terremoto de Japón no sólo es uno de los más furiosos desde que se lleva la cuenta, sino que también debe de ser uno de los mejor registrados: por la superabundancia de cámaras de video que pueblan ese país hemos podido presenciar la devastación tal como fue vista por sus testigos directos, así como sus impresionantes secuelas, con tal detalle que algunas escenas parecen inverosímiles: la enormidad de las aguas que avanzan, sin detenerse jamás, y que hacen ver los edificios, los barcos, las carreteras, las fábricas, las casas y los extensos lotes de automóviles como piezas diminutas de una maqueta estropeada repentinamente, sin explicación y sin remedio. En otras imágenes, las tomadas de interiores de viviendas, oficinas, centros comerciales o estaciones de tren, se aprecia un singular equilibrio entre el terror más absoluto y la compostura o la procuración de algo parecido a la serenidad: el sobresalto, naturalmente, pero también, casi inmediatamente, la adopción de actitudes, posturas, semblantes incluso, que parecen querer someter el estupor inicial en pos de alguna buena idea para esos momentos urgentísimos: ¿hay que salir, hay que correr, hay que meterse bajo el escritorio, hay que sostener los estantes, los aparatos, protegerse de los vidrios que estallan? Escombros, aplastamientos, incendios, explosiones, vastas extensiones baldías, un mundo vuelto astillas, sus pobladores guarecidos en albergues donde el miedo hará el aire irrespirable, y, como siniestro telón de fondo, la nube malévola que se eleva desde la planta nuclear. Y los muertos que las aguas van dejando ver al retirarse.
        El terremoto de Haití, el año pasado, fue tan espantoso, entre otras razones, porque había ocurrido en ese país tan dolorosamente pobre. El de Japón es tan espantoso, entre otras razones, porque tiene lugar precisamente en Japón, esa región del mundo donde creíamos que se localizaba el futuro y uno de cuyos más confiables baluartes, el desarrollo tecnológico, se ha visto que no sirve de gran cosa a la hora en que todo empieza a crujir y a derrumbarse. ¿Qué iba a detener al mar?
         Luego del terremoto de Kobe, en 1995, Haruki Murakami publicó una colección de cuentos que, de algún modo, emergían de la catástrofe. En el titulado «Súper Rana salva a Tokio», una rana gigante (buena lectora, además: es aficionada a Dostoievski) convence a un gris empleado bancario de que juntos combatan al gusano descomunal que habita en las entrañas de la capital y que amenaza con sacudir toda su furia y destruirla. Es una historia delirante, pero acaso en eso radique su melancólico hechizo: luego de que la realidad se disloca con la brutalidad con que acaba de hacerlo en Japón, ni las fantasías más disparatadas son capaces de darle alcance. «El verdadero terror es el que los hombres sienten por lo que imaginan», recuerda la Súper Rana que escribió Joseph Conrad. ¿Qué imaginaron, qué imaginan los japoneses en estos momentos? No habrá literatura capaz de suponerlo.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 17 de marzo de 2011.

¿Revelación?

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No he visto la película Presunto culpable, pero tengo la impresión de que no me hace falta (y tampoco es que me muera de ganas, pero eso es cosa aparte). Lo que quiero decir es que, gracias al escándalo que se ha suscitado en torno al veto que una juez impuso a su proyección —pero aun desde antes de eso, gracias a las expectativas que se habían levantado en las vísperas del estreno—, es más que sabido lo que este documental trata y cómo, e incluso cuando le llegue el momento de retirarse definitivamente de las salas comerciales en que ha venido exhibiéndose (cosa que va a pasar, veto o no: tampoco va a estar en cartelera toda la vida), y comience a circular de otras formas (ya que esté en devedé a lo mejor le echo un vistazo, o ya que se pueda descargarlo de internet), su asunto está tan claro que —hablo por mí— seguirá sobrando un poco ponerse a verlo. O sobrará del todo.
        Porque, además, hay algo que no deja de intrigarme: cómo la notoriedad de esta cinta, independientemente de las consecuencias que ha tenido su encuentro con el público (y el amago de proscripción que, por lo visto, ha intensificado ese encuentro), está cimentada en la dizque «revelación» de una de las cosas que mejor sabemos los mexicanos: que la supuesta administración de la justicia en este país es en realidad una maquinaria depravada, nauseabunda, atroz, incorregible como no sea refundándola de raíz y, en resumidas cuentas, un aparato oneroso, imbécil, tortuoso y temible, causa de incontables males (entre otras razones porque es inservible para todo propósito de rehabilitación social, por ejemplo) y uno de los más abundantes y pestilentes surtideros de corrupción, retraso y vergüenza con que ha venido regándose la catástrofe. «En México, ser inocente no basta para ser libre», reza una de las leyendas del cartel de la película. ¿No era obvio? ¿No sabe cada compatriota que en la cárcel nomás se quedan, culpables o no, los pobres o los que han caído de la gracia de quien pueda protegerlos? ¿No está fundada, para efectos prácticos —y la vida cotidiana es una cosa muy práctica—, en esa certeza inapelable la operación toda del sistema penitenciario? Quien lo niegue es un ingenuo o un hipócrita. ¿Por qué tanta consternación, tanto asombro?
        Al Estado mexicano, desde luego, le resulta obligatorio garantizar la libre exhibición de la película... pero además está viéndose cómo aprovecha el revuelo a su favor, invistiéndose de unas ínfulas de probidad a las que está lejos de poder aspirar. No desestimo la buena intención de los realizadores —el propósito de denuncia que subyace en la difusión masiva de la historia de una injusticia—, y quiero creer que los alcances del medio (y el estrépito mediático que sobrevino) servirán para que, al menos, sea más difícil alegar ignorancia acerca de lo que ocurre en ministerios públicos, juzgados, cárceles y demás. Pero ya que pase el tema —y pasará: la desmemoria es la mejor aliada de la indolencia, y ésta es la sirvienta óptima de la impunidad—, ¿qué se habrá ganado en realidad?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 10 de marzo de 2011.

Eslogan

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Todos traemos incrustados en la memoria trozos de publicidades imposibles de remover: tonadas que somos capaces de cantar a la menor provocación, o sin provocación, por más remoto que sea el tiempo en que las oímos por primera vez (jingles, que entiendo que así se llaman las cancioncitas anunciadoras de cualquier cosa), eslóganes, logotipos, marcas, colores... También actuaciones y parlamentos soldados en la corteza cerebral, si hablamos en concreto de la publicidad televisiva —ejemplo: una prehistórica Lucía Méndez, que trae puesta la camisa del galán, y comienza a desabotonársela al tiempo que le dice: «Si quieres te la presto»: va para 30 años de eso—, pero además rescoldos de campañas que no llegamos a conocer en su tiempo, como aquello de Novedades Bertha, «donde termina Lafayette ¡y empieza su economía!», que sobrevivió incluso al cambio de nombre de la avenida que lo posibilitaba.
       Tengo la esperanza, quizás un poco candorosa, de que los anuncios que las librerías Gandhi han venido lanzando desde hace años en espectaculares, consistentemente identificables por su color amarillo, se hayan instilado así en la memoria de cuantos los hemos visto: por lo general con sorpresa, en mi caso, a veces buscando despejar el enigma que proponen, otras veces entendiéndolos de golpe por la oportunidad inapelable con que irrumpen en mi distracción. Descubro con asombro que uno, que juraría haber visto hace poco, en realidad data de hace una década: el que reza «Ya te hicimos leer». Pero digo que quizás sea una esperanza excesiva porque lo que anuncia esta prolongada campaña es una librería, y porque para ello promueve esa cosa rarísima que es el hábito de la lectura: con frases ingeniosas, sí, a menudo con recursos muy originales, y en ocasiones interpelando a quienes encuentra con franqueza encomiable, pero mucho me temo que por su misma naturaleza (son desafiantes, se refieren al libro y a sus virtudes) tales anuncios sean invisibles para la mayoría —para ese 59 por ciento de mexicanos que, según la encuesta del Conaculta, no recuerdan o no saben si han pisado alguna vez una librería: «¿En serio prefieres el mundo real?», se leía en uno de estos espectaculares, de 2009, y en otro, del año pasado: «Leer no sirve para nada: 114 millones de mexicanos no pueden estar equivocados».
       Uno de los anuncios más recientes, que merecería ser uno de los más memorables, ha levantado cierto revuelo: «Si la letra con sangre entra, el país ha de estar leyendo mucho». Buenísimo para que los hipócritas se solivianten —ya saldrá el funcionario cretino a denunciarlo como una lesión a la patria—, y, ojalá, para que se les alcance a retorcer la tripa a los contados que lleguen a reparar en él: una ironía magnífica que resume una de las explicaciones cardinales de la circunstancia presente: un país que no lee es un país que se ha quedado sin imaginación, es decir: sin eso que se necesita, por ejemplo, para salvarse de la catástrofe. Admirable. Ojalá quede atornillado en la memoria de muchos.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 3 de marzo de 2011.

Juan José Arreola: el hombre en la tormenta

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El Liberty navega de Nueva York a Francia. Aunque originalmente fue usado para el transporte militar, terminada la Segunda Guerra Mundial ha sido convertido en un buque mercante y de pasajeros, si bien éstos tienen que hacinarse en las cabinas/cuartel que alojaron antes a los soldados, de tal modo que la travesía dista mucho de ser placentera. Entre los viajeros se cuenta un joven mexicano, que antes de abordar ha cruzado Estados Unidos en tren, gracias a los amigos que le prestaron o regalaron dinero para la aventura. Un viaje largo: había salido desde Guadalajara, semanas antes, y le faltan varias otras para alcanzar su destino final: el teatro de la Comedia Francesa, en París, donde quiere convertirse en actor. Ya al momento de zarpar, el joven se ha dado cuenta de que el agua no es su elemento: zarandeado por un mareo terrible, a duras penas consigue recorrer los intestinos del barco hasta llegar a su litera, donde el malestar se recrudece. En las literas hay correas para que los pasajeros se aten y no salgan disparados debido a las sacudidas de la navegación; el joven se abrocha los cinturones y se repite: “Tienes que aguantar, aquí te mueres pero te callas”...

Para seguir leyendo, pásenle por favor al nuevo número de Magis, que está bastante sabrosón.

Honores

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Los prefectos de la secundaria, imagino que avalados y hasta alentados por el director (o más bien por el subdirector, ahora que lo pienso: no sólo era más bravo, sino además rencoroso y pendenciero), rondaban con celo las filas de alumnos formados en cuadro alrededor del patio principal, con tal de pillar in fraganti al payaso, al platicón, al guandajo que no hiciera bien el saludo o, sencillamente, al pájaro de cuenta que ya traían entre ojos y que, a su juicio —por lo general sumario y sañudo—, merecía escarmiento. No fallaba: siempre conseguían arrastrar al menos a dos o tres para hacerlos ir junto al asta, donde debían permanecer expuestos ante la inevitable burla de la escuela completa. Quizás la sanción venía acompañada de una de las dos penalidades más temidas en esos días ingenuos: un reporte, o peor, un citatorio (con tres reportes, creo, se ganaba uno un citatorio: a los padres, se entiende, para que comparecieran por las fechorías del retoñito); en todo caso, la vergüenza estaba garantizada... salvo para los más audaces o más cínicos, que perfectamente podían estar orgullosos de ir acumulando esas distinciones.
      Así, el componente emocional de las ceremonias de honores a la bandera era, fundamentalmente, el miedo a la reprensión y al oprobio. Como otras tradiciones nacionales alentadas por la educación básica —hacerles altares de basurita a los muertos, perpetrar adefesios artesanales para regalarles a las mamás en su día—, la de manifestar veneración y fidelidad a la enseña patria estaba desprovista de explicaciones, pues (supongo) se daba por hecho (y supongo que se da todavía) que todo mexicano las traería inscritas en el alma desde el momento de haber nacido como tal, y que no hace falta razonarlas. Llegada la hora, cada lunes, sabíamos que teníamos que formarnos, saludar, cantar el himno, saludar otra vez, y luego ir a burlarnos de los que habían sido castigados, y eso era todo. (Cómo es la memoria pertinaz en la preservación de las maldades: bien que recuerdo a un viejo profesor de «artísticas», apodado «El Kabubi» —era jorobadito—, que se paraba encantado de la vida también a medio patio, dizque a dirigir los cantos haciéndole así con las manitas; además la escuela tenía su propio himno, compuesto por él.... O esto: una vez estuvimos en riesgo de ser sancionados en masa, pues pasó lo inevitable: torturado por semejante ansiedad, un compañero nomás no se aguantó, y tuvimos que romper filas para que el arroyito no nos tocara, al tiempo que iba corriendo también el susurro a la vez alarmado e hilarante: «¡Cecilio se mió!»). Los integrantes de la escolta, todos de cuadro de honor (otra forma de opresión), se ausentaban de varias clases con tal de practicar sus pasos —y, desde luego, nomás por eso los envidiábamos. No sé si tuve mala suerte, pero ésa fue la forma de educación cívica que alcancé a recibir. Y me temo que mi caso no es raro, y que la cosa más o menos ha de seguir así.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 24 de febrero de 2011.

Hélas !

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La imagen es de una representación de la ópera Santa Anna, de Carlos Fuentes,  en la que la Guerra de los Pasteles se libra, literalmente, entre pasteles que se avientan de pastelazos. Neta.

Nunca me ha tocado estar en un Año de México en ningún lado... como no sea en México, supongo. No sé si habrá habido alguna vez otro Año de México aparte del que, por lo visto, ya se cebó en Francia: ¿Año de México en Aruba? ¿Año de México en Libia? ¿En el Gabacho, siquiera? A mi ignorancia debo sumar las preguntas que es incapaz de responder mi pedestre imaginación: ¿como para qué servirá una cosa así? ¿Cómo se concibe? (Bueno, se sabe que la idea habría brotado de la simpatía mutua entre los jefes de Estado mexicano y francés, es decir: se les ocurrió a sendos gatos suyos, y luego aquéllos salieron a anunciar la celebración ensalzándola como una muestra recíproca de buena voluntad y blablablá). ¿Cómo se diseña? ¿Qué razonamientos dirigen la elección de los «representantes de la cultura nacional» a los que se invita y se paga para que viajen y formen parte de un programa de esta naturaleza? ¿Y los dineros, cómo se decidirán? Y los resultados, ¿hay algún modo de medirlos? Más allá, quiero decir, de las cantidades de franceses que se hubiera pretendido meter a oír por enésima vez a Carlos Fuentes; si el propósito era, como dice la Secretaría de Relaciones Exteriores al informar que México se retira con todo y canicas, «permitir al público francés conocer la diversidad y riqueza del patrimonio cultural de México y su dinamismo creativo», ¿cómo se sabe qué tanto ese público aprovecha el permiso y llega a conocer lo que se le pone delante? Y, en resumidas cuentas, ¿qué se ganaría con eso? Porque algo ha de ganarse, quiero creer. Nomás que no queda nunca claro qué.
       Bueno, ya sé que se privará a los franceses de una exposición de Rufino Tamayo, por ejemplo, y que en estas celebraciones megalómanas siempre termina habiendo algo que valga la pena —malgré tout, empezando por los organizadores. El problema es que algo como esa expo de Tamayo sólo parezca posible en la medida en que se enmarque en el capricho de Estado, la ocurrencia diplomática y la mezcolanza ineludible de cultura y promoción turística que suele caracterizar a semejantes inciativas de representación de México en el extranjero —que son, por lo demás, turismo para un puñado de agraciados, generalmente residentes en el Distrito Federal y generalmente los mismos de cada vez. Adornos para gobiernos que tienen poco o nada que presumir, como los actuales de Francia y de México; ocasiones de lucimiento en que menudean la frivolidad y la chapuza, y si algo sale mal, como que un presidente se emperre en no dejar emperrarse al otro: desencuentro, desazón (sobre todo en quienes no gozarán del tour), brotes de chovinismo de un lado y otro, resurrección de rencores (hay quien está viendo una reedición de la Guerra de los Pasteles), y tiempo y dinero desperdiciados —mientras, por ejemplo, no hay razones para creer que hayan mejorado las estadísticas que el Conaculta dio a conocer a fines del año pasado sobre las deplorables condiciones de la cultura en el país. Ya qué. ¿No querrán hacer el Año de México en Francia en México?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 17 de febrero de 2011.

Cierta GDL

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El silbato del tren en la noche. La súbita irradiación de las primaveras por La Paz. El local de Helados Bing frente a la Fuente Olímpica. Las morelianas en el Agua Azul, cuando se celebraban ahí las Fiestas de Octubre. Los Colomos. Franco. El silencio que va estrechándose por la calle Zaragoza, desde Reforma y hasta Manuel Acuña. El pasaje a la Luna al cruzar las vías en la colonia Morelos. El olor a alcanfor en la Antigua Farmacia Jalisciense, por Pedro Moreno. El cielo vertido en la alberca del Club Guadalajara. La Puerta Amarilla. Mayco. Circundar en patines la fuente al centro de la arcada, junto al templo de San Francisco. Los pasadizos que serpentean sobre los ríos de coches en Los Cubos. Un restaurante campestre que había en Obregón y ¿la 60? (existe todavía, parece, pero ya no existe). El cerro detrás de la Barranca. Maxi. Las fuentes del Parque de la Revolución. El olor del café tostándose en la esquina de Santa Mónica e Independencia. Plaza del Sol. El circo en La Normal. El apogeo inesperado de las jacarandas. La birria de pollo del Batán. El cielo vertido en las albercas del Deportivo Morelos. Los paseos a caballo en el camellón de Lázaro Cárdenas. Las torres vecinas a Plaza Patria. Las eles amarillas del Parque González Gallo. Chalita. Las Nueve Esquinas. Más parques: Ciudad de Guatemala, Italia, Walt Disney. Las serenatas en la Plaza de Armas. Las bolsitas de cañas en el Santuario. La altura insuperable del Condominio Guadalajara. Tío Carmelo. El Sanborn’s de Tepic (es decir: de Francisco Javier Gamboa y Vallarta). Las nieves de San Antonio. El zoológico de arbustos en la Plaza de la Bandera. Más parques: Liberación (¿un lago?), Alcalde (el invernadero, el reloj floral, las lanchas), el zoológico de concreto en el Parque Morelos (también ahí: un faquir enterrado vivo, se podía verlo por un cristal). El tianguis del Mercado Alcalde. La calle Parque Juan Diego. La Muñeca. El olor de las especias por Santa Mónica. Cafés que ya no existen, pero de algún modo: Brasilia, Treve, Málaga. El Nuevo París. El Cine Latino (y el Tonallan, y el Colón, y el Gran Vía, y...). La certeza de que el Baratillo es infinito. La vieja central camionera. El Bolerama de Washington. La fuente en Circunvalación y Plan de San Luis. El minigolf en Circunvalación y Prolongación Alcalde. Camarauz. La torre de San Felipe. El trolebús bajo tierra. La certeza de que el Panteón Guadalajara es infinito. Los cines de Plaza México (y el Versalles, y el Cinematógrafo, y el Greta Garbo, y...). Un billar en Javier Mina. Cafés que todavía: San Remo, Madrid, Madoka, el VIP’s de la Glorieta Colón. La casa china en Guadalupe Zuno. El templo de Huentitán. El jardín de Analco, el otro jardín de Analco, el de Aranzazú, el del Expiatorio, con la estatua de Cuauhtémoc. La estación del ferrocarril. El Parque Mirador. Las Sombrillas. Un parque con cisnes o patos en la Calzada Independencia. Las rutas de camiones organizadas por colores. Los subterráneos de Juárez y 16 de Septiembre. Etcétera.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 10 de febrero de 2011.

Canal 44

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La Universidad de Guadalajara ya tiene tele. Para qué, está por verse. Y por verse en la tele, principalmente: conforme vayan teniendo lugar las transmisiones y sea posible hacerse una idea de la programación, de los propósitos que con ella se persiga, de los alcances que tenga y de las formas en que el público responda a lo que vea. No es del todo impropio que una institución pública de educación superior se haga de una presencia en ese medio (ahí están TV UNAM o el Canal Once del IPN); al contrario, en la medida en que dicho medio sirva para las misiones sustantivas de tal institución (la vinculación con la comunidad, la reflexión crítica, la divulgación del conocimiento, etcétera), es deseable valerse de él, y hasta ya nos habíamos tardado. Pero no pueden soslayarse las particularidades del caso a la hora de imaginar lo que podrá ser y lo que en realidad será, pues se trata de una universidad cuyas condiciones de existencia —de subsistencia— están determinadas por una historia accidentada, por las peculiares formas de su gobierno (las formas oficiales y las oficiosas: los «liderazgos» morales a los que se pliega el conjunto de la comunidad universitaria) y por las inveteradas inercias que malamente rigen su funcionamiento: el imperio irresistible de la burocracia, la tergiversación sostenida de las prioridades, la primacía del utilitarismo político sobre cualesquiera otros fines que, se supone, debería observar una institución de esta naturaleza, la frivolidad, el despilfarro conviviendo cotidianamente con la precariedad, etcétera.
    Cabe esperar lo mejor: no hay por qué no esperarlo, pues la UdeG es, además de todo lo anterior, una realidad dinámica en la que abundan el talento, la responsabilidad, la voluntad crítica y la imaginación. Ahora bien: no hace falta ser expertos para suponer que la buena televisión cuesta, y que merecer, conservar y estimular la atención del público (crear un público, de hecho, y buscar que crezca) es un trabajo complejísimo, sobre todo en el tiempo y las circunstancias que corren —otra cosa sería si este canal hubiera surgido dos o tres décadas atrás, en esa prehistoria en que no existía internet y la televisión por cable parecía una patraña de las películas gringas. Eso me da mucha curiosidad: ¿cómo está asegurándose, en esta empresa, el interés de los televidentes universitarios, pero además de los televidentes en general? Es de esperarse que los contenidos sean de calidad, pero además que tengan pertinencia, oportunidad y buen gusto... Y, aun cuando se cumpla eso, ¿por qué no habría de cambiar de canal, yo que soy no nomás televidente, sino universitario también? Ojalá que el tedio (que suele definir por principio a la televisión cultural) lo vean como una peste que debe evitarse a toda costa, y que se hagan las cosas en serio, a salvo de chabacanerías, conveniencias chapuceras, improvisaciones y ocurrencias. Entonces estaremos en condiciones de saber para qué le sirve tener un canal de tele a la UdeG.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 3 de febrero de 2011.