Hélas !


La imagen es de una representación de la ópera Santa Anna, de Carlos Fuentes,  en la que la Guerra de los Pasteles se libra, literalmente, entre pasteles que se avientan de pastelazos. Neta.

Nunca me ha tocado estar en un Año de México en ningún lado... como no sea en México, supongo. No sé si habrá habido alguna vez otro Año de México aparte del que, por lo visto, ya se cebó en Francia: ¿Año de México en Aruba? ¿Año de México en Libia? ¿En el Gabacho, siquiera? A mi ignorancia debo sumar las preguntas que es incapaz de responder mi pedestre imaginación: ¿como para qué servirá una cosa así? ¿Cómo se concibe? (Bueno, se sabe que la idea habría brotado de la simpatía mutua entre los jefes de Estado mexicano y francés, es decir: se les ocurrió a sendos gatos suyos, y luego aquéllos salieron a anunciar la celebración ensalzándola como una muestra recíproca de buena voluntad y blablablá). ¿Cómo se diseña? ¿Qué razonamientos dirigen la elección de los «representantes de la cultura nacional» a los que se invita y se paga para que viajen y formen parte de un programa de esta naturaleza? ¿Y los dineros, cómo se decidirán? Y los resultados, ¿hay algún modo de medirlos? Más allá, quiero decir, de las cantidades de franceses que se hubiera pretendido meter a oír por enésima vez a Carlos Fuentes; si el propósito era, como dice la Secretaría de Relaciones Exteriores al informar que México se retira con todo y canicas, «permitir al público francés conocer la diversidad y riqueza del patrimonio cultural de México y su dinamismo creativo», ¿cómo se sabe qué tanto ese público aprovecha el permiso y llega a conocer lo que se le pone delante? Y, en resumidas cuentas, ¿qué se ganaría con eso? Porque algo ha de ganarse, quiero creer. Nomás que no queda nunca claro qué.
       Bueno, ya sé que se privará a los franceses de una exposición de Rufino Tamayo, por ejemplo, y que en estas celebraciones megalómanas siempre termina habiendo algo que valga la pena —malgré tout, empezando por los organizadores. El problema es que algo como esa expo de Tamayo sólo parezca posible en la medida en que se enmarque en el capricho de Estado, la ocurrencia diplomática y la mezcolanza ineludible de cultura y promoción turística que suele caracterizar a semejantes inciativas de representación de México en el extranjero —que son, por lo demás, turismo para un puñado de agraciados, generalmente residentes en el Distrito Federal y generalmente los mismos de cada vez. Adornos para gobiernos que tienen poco o nada que presumir, como los actuales de Francia y de México; ocasiones de lucimiento en que menudean la frivolidad y la chapuza, y si algo sale mal, como que un presidente se emperre en no dejar emperrarse al otro: desencuentro, desazón (sobre todo en quienes no gozarán del tour), brotes de chovinismo de un lado y otro, resurrección de rencores (hay quien está viendo una reedición de la Guerra de los Pasteles), y tiempo y dinero desperdiciados —mientras, por ejemplo, no hay razones para creer que hayan mejorado las estadísticas que el Conaculta dio a conocer a fines del año pasado sobre las deplorables condiciones de la cultura en el país. Ya qué. ¿No querrán hacer el Año de México en Francia en México?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 17 de febrero de 2011.
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