Como me pasa con los infomerciales, en particular los que anuncian productos milagrosos para amacizar el derrière, suprimir la lonja, henchir la virilidad, alisar los cutis empedrados o aliviar las hemorroides; como me pasa con prácticamente todos los noticieros, con muchas emisiones dedicadas al análisis de deportes, con cualquier telenovela actual (tiendo a creer que las de antaño eran otra cosa), con los talk-shows chorreantes de miseria humana y, en suma, con la televisión mexicana toda, al quedar frente a una pantalla en que se sintoniza una de las «revistas» matutinas suelo permanecer absorto ante el soez despliegue de idioteces en que consisten. Por más que su fórmula admita pocas variantes —o precisamente por eso—, son irresistibles: tres o cuatro cretinos albureándose incansablemente, dos o tres monas que se zangolotean y paran la nalguita o platican sobre telenovelas, al menos un patiño al que todos le pegan y un elenco de «expertos» (en el zodiaco, en hacer velas decorativas, en vida conyugal y crianza de los niños, en cocina). También suelen tener invitados musicales, y a veces incluyen segmentos «periodísticos», enfocados básicamente en la inagotable actualidad noticiosa de la farándula autóctona: un surtidero de ociosidades cuyo mayor interés sólo puede consistir en decidir cuál es la más pasmosa, la más denigrante, la más estúpida.
En uno de esos programas (estaba sintonizado en la tele de una taquería, como seguramente debía de estarlo al mismo tiempo en las teles de millones de taquerías y otros negocios y millones de hogares en toda la República; sobra decir que los presentes le prestábamos más atención que a nuestros tacos), ayer un «periodista» llamó por teléfono a Silvia Pinal para que diera razón sobre el estado de salud de su hija Alejandra Guzmán —quien, como todos sabemos, ha atravesado un calvario quirúrgico desde que fue víctima de malas prácticas al querer hacerse quién sabe qué en algunas redondeces de su anatomía. Y ahí estaba la señora, respondiendo preguntas sobre las desventuras glúteas de su retoñito. ¡Silvia Pinal! No habrá sido la primera vez que presta a semejante indignidad, pero el hecho no deja de tener su connotación trágica —si no es que sólo es patético—: una de las mayores glorias que ha podido dar el cine mexicano, auténtica sobreviviente de un tiempo mítico, reducida a ese papel lamentable. ¿Qué habría pensado Luis Buñuel, de verla en tales bretes?
Y no es la única, desde luego: con escasas excepciones (María Félix, Dolores del Río), las estrellas que han llegado a la vejez en este medio inmundo lo han hecho acorraladas en desfiguros tristísimos, sobre todo en la televisión, que las recicla y las exprime sin ningún respeto por su grandeza —aunque, claro: también ellas que se prestan. Si Pedro Infante no hubiera muerto joven, habríamos terminado viéndolo, por ejemplo, haciendo de abuelito ridículo en una telenovela, o aplastando globos a sentones en el programa de Chabelo. Hace poco vi la retransmisión de una emisión reciente de Saturday Night Live en la que Robert DeNiro salía con peluca y brasier, payaseando de lo lindo. Y, sin embargo, creo que no es igual: si alguien como él puede hacer algo así es porque puede reírse de sí mismo; doña Silvia, al responder las preguntas vergonzantes de un imbécil, lo hacía completamente en serio —de ahí lo patético y, para mí, lo trágico. Ahora bien, lo misterioso es: ¿por qué no apago de una vez la maldita tele?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 10 de enero de 2013.
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3 comentarios:
Un excelente articulo, ha sido todo un gusto visitarte.
Has logrado conformar un muy buen blog aquí seguiré pasando.
Un muy excelente trabajo el que nos compartes.
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