Todo

El olvido es una región de nosotros mismos a la que cada vez más difícilmente se tiene acceso: un espacio menguante de nuestra historia que podemos abandonar con más prontitud que nunca, pues todos los caminos que conducen a él son inmediatamente vías de escape, y cada puerta que abrimos para ingresar nos devuelve casi en automático a la intempere bulliciosa en la que está todo: todo lo que sabemos o recordamos, y también todas las pistas para que demos, más temprano que tarde, incluso con lo que apenas creemos recordar, por borroso que sea o por mucho que nos enterquemos en suponer que lo hemos perdido. De la nostalgia, que hasta hace relativamente poco era la última estación en el viaje al olvido, queda apenas un cascarón desierto y polvoriento en el que tiene muy poco sentido detenerse, porque además es sencillísimo largarse cuanto antes: ahora sólo se puede tener nostalgia de la nostalgia misma, y seguramente también esta posibilidad quedará clausurada pronto.
    Es lo que me da por pensar con respecto a la música, y en concreto acerca de los modos en que la tecnología actual la pone a nuestra disposición. Recuerdos que se alejan aceleradamente, y que adquieren un carácter entre arqueológico y fantástico, aunque el tiempo que los contiene no abarque más que apenas un cuarto de siglo: el primer disco que compré, por mi gusto y por mi cuenta, a los 13 años (Brothers in Arms, de Dire Straits), en el Gigante de Plaza del Sol, y lo que significó abrir con una uña el celofán, sacar el LP de la bolsita interior, ponerlo en el tocadiscos, colocar la aguja en la espiral diminuta y empezar a escuchar... No fue, en rigor, mi primer tesoro: mucho antes me había adueñado —ni sé si me lo habían regalado, pero no me importó: estaba en la casa— del álbum de Cri-Crí que distribuía Reader’s Digest, con el librito adjunto, y además estaban los casets en los que recolectaba de la radio lo que fuera que me pareciera digno de ser conservado. Ignoro cuánto pasó y cuánto acumulé, en elepés y casets, hasta la llegada del primer disco compacto (The Traveling Wilburys), y luego cómo todo fue acelerándose hasta lo que presencio hoy, cuando no sólo poseo un almacén (el disco duro de la computadora) de capacidad inconcebible, y la sucursal portátil de ese almacén (el iPod que traigo: una semana de música continua), sino además los medios (la conexión a internet) para encontrar lo que me venga en gana, en cualquier momento y al instante, e incluso aunque no sepa lo que quiera hallar: por si no fueran suficientemente abrumadores los catálogos infinitos en línea a los que basta con solicitarles cualquier pieza para que empiece a sonar, hay también sitios en los puedes tararear una tonada para dar con ella de inmediato.
    El estupor que experimento al caer en la cuenta de que está a mi alcance toda la música del mundo es, evidentemente, pueril (¿o senil?). Pero mayor es el de constatar cómo esto apenas es el principio: de qué, quién lo sabe: eso es lo que asusta.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 6 de enero de 2011.
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1 comentarios:

Víctor Cabrera dijo...
14 de enero de 2011, 13:22

Yo compré aquel estupendo Brothers in arms, en su versión casette, en la primavera de 1986. Estaba yo en primero de secundaria y me acabé la cinta de tanto oírla. Hoy me entero con estupor que en Canadá han prohibido la difusión pública de "Money for nothing" por decir la palabra faggot (maricón). ¡Lo que hay que ver!