No creo que haya fundamento estadístico para afirmarlo, apenas conjeturas suministradas por la vivencia de lo cotidiano —el trato con el prójimo, lo que se oye al pasar, las conversaciones con los amigos o los colegas, el tuiteo o el feisbuqueo, etcétera—: seguramente no habrá mexicano que ignore quién es el Jota Jota, el tipito nauseabundo cuya jeta nos ha sido puesta enfrente noche y día, por todos lados, desde que lo capturaron y tuvo lugar su presentación correspondiente (esas aparatosas puestas en escena cuyo decorado incluye helicóptero estacionado, miles de encapuchados con metralleta, algún funcionariete balbuceante y el loguito de la flor multicolor), aunque en realidad lo hemos tenido presente desde hace prácticamente un año, cuando el balazo que lo lanzó a la fama. (¡Y las preguntas que nos vemos obligados a hacernos!: ¿sí disparó éste, o fue su gato? ¿Y cómo lo agarraron? ¿Y cómo no lo habían agarrado antes? ¿Y cómo estuvo, entonces, que en el baño del bar aquel...? ¿Y qué con la novia colombiana? Etcétera). De Kalimba pasamos a esto, y enseguida brotará alguna nueva atracción, intensificada por la entrevista de rigor a cargo de ese otro sujetito repelente, el reportero televisivo erigido en Fiscal de la Nación, a cuyo guión de preguntas estúpidas ha de someterse todo indiciado antes incluso que a ningún Ministerio Público...
Viene siendo con estos impresentables personajes como está configurándose el reparto de la historia patria, de modo que sus efigies, sus hazañas y sus destinos serán las claves para que el futuro se haga una idea de lo que pasó con este país. En la primera de las conferencias que serían agrupadas en el volumen De los héroes (1840), Thomas Carlyle clamaba por que la modernidad regresara al culto de las figuras excepcionales que, según su exaltada y a menudo fanática comprensión de la historia, trazan el curso de la civilización. «Todos amamos a los grandes hombres; los amamos y nos prosternamos humildemente ante ellos, porque es lo que más dignamente nos humilla», escribió. (Borges, que vio en el nazismo «una reedición de las iras del escocés Carlyle», advirtió sobre el peligro que hay en postular «la misión divina del héroe», pues ello lleva a liberarlo de «las obligaciones humanas»). Ubicuos, inagotables, indispensables para un país que cuando no entiende qué pasa va a preguntárselo a Carmen Salinas, los héroes a los que sucesivamente se va profesando veneración —bebemos sus palabras, quisiéramos tocar sus vestiduras, juzgamos milagrosos sus hechos, nos atarea y nos desvela su suerte, nada nos concierne más que el examen de sus explicaciones—, del otro Salinas (Carlos) a la mamá de Paulette, pasando por el incontable censo que cada quien prefiera recordar, y desde luego por el tal Kalimba y el tal Jota Jota, hacen temer que Carlyle tenía razón: el rumbo de la historia depende de este elenco inaudito. Si no, por qué estamos arrodillados ante su presencia divina.
Viene siendo con estos impresentables personajes como está configurándose el reparto de la historia patria, de modo que sus efigies, sus hazañas y sus destinos serán las claves para que el futuro se haga una idea de lo que pasó con este país. En la primera de las conferencias que serían agrupadas en el volumen De los héroes (1840), Thomas Carlyle clamaba por que la modernidad regresara al culto de las figuras excepcionales que, según su exaltada y a menudo fanática comprensión de la historia, trazan el curso de la civilización. «Todos amamos a los grandes hombres; los amamos y nos prosternamos humildemente ante ellos, porque es lo que más dignamente nos humilla», escribió. (Borges, que vio en el nazismo «una reedición de las iras del escocés Carlyle», advirtió sobre el peligro que hay en postular «la misión divina del héroe», pues ello lleva a liberarlo de «las obligaciones humanas»). Ubicuos, inagotables, indispensables para un país que cuando no entiende qué pasa va a preguntárselo a Carmen Salinas, los héroes a los que sucesivamente se va profesando veneración —bebemos sus palabras, quisiéramos tocar sus vestiduras, juzgamos milagrosos sus hechos, nos atarea y nos desvela su suerte, nada nos concierne más que el examen de sus explicaciones—, del otro Salinas (Carlos) a la mamá de Paulette, pasando por el incontable censo que cada quien prefiera recordar, y desde luego por el tal Kalimba y el tal Jota Jota, hacen temer que Carlyle tenía razón: el rumbo de la historia depende de este elenco inaudito. Si no, por qué estamos arrodillados ante su presencia divina.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 20 de enero de 2011.
Para quitarse el mal sabor de boca, pueden picarle aquí para encontrarse con este otro Jota Jota, inmensamente preferible:
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