Foto: Natalia Fregoso
Afirmarse es excederse. Puede que aquí haya habido un cine, pero ya suena a disparate incluirse en el recuerdo: querer verse —verme—, los ojos a la altura de la taquilla, en el momento de la compra de los boletos. Veinte pesos. Funciones a las dos (quién iba a ir a esa hora), a las cuatro, a las seis, a las ocho, ¡a las diez! Se hablaba, pero eso jamás habría habido modo de verificarlo, de funciones a la medianoche: era cosa tan improbable, tan inútil para la verosimilitud —al menos eso tendría que quedarnos— como la rememoración, ahora, de esa estampa: uno (yo) viendo cómo iban y venían los billetes y las diminutas cartulinas azules de los boletos a través de la ventanilla redonda, sobre el breve antepecho de la taquilla, más allá del cual, claro, nada alcanzaba a ver. Luego, el ingreso al vestíbulo, el paso por la dulcería, y finalmente el abordaje de la sala —las lámparas de contornos hexagonales proponían un panal insólito en la bóveda, y la sala era una nave ya surcando el espacio antes de que la pantalla se iluminara. Función de cuatro. Salíamos y nos encandilaba el sol de las seis.
La descomposición (de todo, de lo que sea) comienza en el instante exacto en que la composición ha concluido. Por ejemplo: unos pasos antes de llegar al cine, el recuerdo alcanza a integrar la perspectiva de las casas que prolongaban la suave decrepitud del jardín, por el tramo de Nueva Galicia que va de la calle del General Pedro Rioseco a la de Manzano: tuvo que haber un día en que los enjarres hubieran estado impolutos, íntegras y sin mordeduras las cornisas, firme en su reciedumbre la herrería de las ventanas y sin cuarteaduras los mosaicos de los pisos o los escalones de ingreso, y bien ajustados los zaguanes en sus goznes y tersas las sombras de los corredores y clara y fácil el agua en las tuberías. Pero en aquel punto —hace unos treinta años— todo propendía ya a la catástrofe, enfatizada por algún bulto de mugre y greñas arrojado al fondo del jardín (un hombre). Estaba también el rechinido incesante de una tortillería, y su olor que se anticipaba a todo, y, a lo largo de la fachada, las muescas que iban dejando los que hacían la fila para comprar —horadaciones logradas con las monedas que llevaban para pagar. La tortillería: despachaban varias hermanas, todas indefinibles pero todas de ojos verdes. Y poco más: acaso lo mismo que se encuentre ahora. En todo caso, aquella perspectiva de abandono, desolación y un breve silencio —pues a la vuelta estaban ya las matracas de las imprentas, una papelería, dos tiendas de abarrotes y una cremería, y la Nueva Farmacia, desde siempre vetusta, y una tlapalería, etcétera— completaba la composición del rumbo en el que lo más importante era el cine, y en esa composición, por supuesto irrecuperable, me veo niño, llevado a la función de cuatro, y feliz por eso. Locus desperatus: un lugar desesperanzado, un pasaje del que nada puede recuperarse, que el olvido ha barrido del todo, y en el que incluirse es poco menos que una fantasía y, en último término, un exceso.
La descomposición (de todo, de lo que sea) comienza en el instante exacto en que la composición ha concluido. Por ejemplo: unos pasos antes de llegar al cine, el recuerdo alcanza a integrar la perspectiva de las casas que prolongaban la suave decrepitud del jardín, por el tramo de Nueva Galicia que va de la calle del General Pedro Rioseco a la de Manzano: tuvo que haber un día en que los enjarres hubieran estado impolutos, íntegras y sin mordeduras las cornisas, firme en su reciedumbre la herrería de las ventanas y sin cuarteaduras los mosaicos de los pisos o los escalones de ingreso, y bien ajustados los zaguanes en sus goznes y tersas las sombras de los corredores y clara y fácil el agua en las tuberías. Pero en aquel punto —hace unos treinta años— todo propendía ya a la catástrofe, enfatizada por algún bulto de mugre y greñas arrojado al fondo del jardín (un hombre). Estaba también el rechinido incesante de una tortillería, y su olor que se anticipaba a todo, y, a lo largo de la fachada, las muescas que iban dejando los que hacían la fila para comprar —horadaciones logradas con las monedas que llevaban para pagar. La tortillería: despachaban varias hermanas, todas indefinibles pero todas de ojos verdes. Y poco más: acaso lo mismo que se encuentre ahora. En todo caso, aquella perspectiva de abandono, desolación y un breve silencio —pues a la vuelta estaban ya las matracas de las imprentas, una papelería, dos tiendas de abarrotes y una cremería, y la Nueva Farmacia, desde siempre vetusta, y una tlapalería, etcétera— completaba la composición del rumbo en el que lo más importante era el cine, y en esa composición, por supuesto irrecuperable, me veo niño, llevado a la función de cuatro, y feliz por eso. Locus desperatus: un lugar desesperanzado, un pasaje del que nada puede recuperarse, que el olvido ha barrido del todo, y en el que incluirse es poco menos que una fantasía y, en último término, un exceso.
Publicado en la columna «Excipiente», en la revista KY de julio, número que podrán encontrar íntegro dando click aquí.
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