Maqueta

Desde que tengo memoria —salvo un año o dos en que me ganaron el desgano y la certeza aceda de que nada iba a perderme—, siempre he procurado darme una vuelta cada que se ha celebrado la Feria Municipal del Libro («y la Cultura»: no sé desde cuándo le agregaron este apellido), en los portales de la Presidencia Municipal de Guadalajara. Es, se dice, la celebración de este tipo más antigua en el país, y, como sea, no es un mérito menor que haya llegado a su 42ª edición. De niño me encantaba que me llevaran, si bien no recuerdo haber participado jamás en ninguna actividad infantil, no sé si porque no existían o porque —lo que es probable—, roñoso desde chiquito, no me habrá hecho ilusión hacer ronda con otros niños para embarrarme con pinturitas ni para escuchar cuentacuentos. Ya más labregoncito, en la secundaria y en la prepa, me alegraba siempre asomarme para hacer hallazgos por mi cuenta —buena parte de los primeros libros de mi biblioteca salieron de ahí—, e incluso cuando ya existía la FIL, y la Municipal, en comparación, iba quedándose cada vez más pequeña y volviéndose más triste, la costumbre seguía llevándome a hacer la visita anual: nomás por no dejar, pero también por las mismas razones emotivas que nos hacen empecinarnos en constatar cómo buena o malamente se sostienen en pie los vestigios de lo que nos explica. Después me dio por ir nomás para rabiar: cómo es que se desperdicia de tal modo, y recurrentemente, tal ocasión —que debería ser preciosa— de facilitar el encuentro entre los libros y sus lectores (que se los encuentran al paso, en la vivencia del centro de la ciudad): cómo es que por negligencia, por desinterés o por mera incompetencia, se ha permitido que esta feria se arruine y haya terminado siendo tan lamentable como actualmente es.
         Pero hace ya varios años comprendí que la cosa no tiene remedio, y que la feria, con su pobreza y su escasísima imaginación, es como una maqueta del estado que guardan el mundo del libro y sus alrededores, y en general la comprensión de la cosa cultural a nivel nacional. Editores, libreros, funcionarios y demás no saben muy bien qué hacer, más que instalar sus puestos y, en ellos, una oferta en la que ni siquiera vale mucho la pena ir a curiosear (excepto para corrroborar que siguen existiendo los libros de Chris: Nacida inocente, con Linda Blair apretándose los pechos en la portada). El solo libro que me interesó no pude comprarlo porque no sabían el precio, y lo único que nos llevamos, luego de dar una vuelta rápida bajo los odiosos altavoces en que sonaba música de Frank Pourcel, fue la hojita que nos dio un señor con una «Carta a la pareja», de Carlos Cuauhtémoc Sánchez. Estantes desiertos, o atestados con esoterismo, pósters religiosos o rompecabezas, y poco más (eché de menos la presencia de la librería Jardín de Senderos, que otros años llevaba lo mejorcito). Bueno: quienes sí saben qué hacer son los lectores, que asombrosamente siguen yendo. Aunque no queda muy claro qué puedan ganar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 6 de mayo de 2010.
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1 comentarios:

Octavio Aguirre dijo...
6 de mayo de 2010, 11:20

Pues bueno, la esperanza muere al último. Todavía hay quien sigue buscando títulos dignos, como vuestra merced, y quién aprovecha para decir que compró un libro "baratísimo" que jamás va a alcanzar siquiera a hojear.