John Malkovich, quien, aunque se amarre un fajo como corbata, es apreciable e hizo lo que pudo; Irene Azuela, buena actriz, que tuvo un trabajo más que decoroso, y por último el payaso que lo echó todo a perder.
Qué pésimo actor es Diego Luna. Una vez dicho eso, ¿qué pasó la noche del miércoles, en el teatro Diana, el segundo y último día de las funciones de la obra El buen canario en Guadalajara? Primero, un mal cálculo que derivó en una aglomeración no sólo molestísima, sino también peligrosa: cuando el teatro se vació de los asistentes a la primera función (más larga, por lo visto, de lo que habrían previsto los organizadores, que más bien no previeron), quienes esperábamos para entrar a la segunda ya teníamos rato amontonados en la explanadita sobre 16 de Septiembre, de modo que ni aquéllos podían salir ni nosotros entrar. Empujones, «elementos de seguridad» en papel de arrieros, embotellamiento por la avenida y las calles aledañas, etc. ¿No se supone que el Ayuntamiento multa por esos desórdenes? Ojalá que haya sido así.
La cosa, al fin, pudo empezar. El buen canario es una obra escrita por el jovenazo Zach Helm (la traducción al español es de Eduardo Rabasa), quien ha firmado también, en su breve carrera, el guión de una película estupenda que se llamó aquí Más extraño que la ficción (dirigida por Marc Forster en 2006, y protagonizada por Will Ferrell, Maggie Gyllenhaal y Emma Thompson). La obra ha sido representada con gran éxito en Estados Unidos, en París (donde se estrenó) y, claro, en México. Y tiene muchos premios. Parte de tal gloria se debe a que su director es John Malkovich, actor más que estimable y, a menudo, extraordinario. Con esos antecedentes, la producción terminó de resultar atractiva por el elenco que la representaría en México, y por la cobertura mediática que naturalmente iba a tener: no hay pedazo de suelo patrio donde pisen Luna y compañía que no sea de inmediato iluminado con los reflectores de su desproporcionada celebridad.
Bueno. Hasta ahí, todo bien: total, pese a que ya sabíamos que Luna sigue siendo el chamaquito atolondrado y de presencia inane que ya era en El abuelo y yo (era el gordito enfadoso: gordito ya no es), había razones para esperar que la obra fuera buena. Y acaso lo sea, nomás que no se pudo apreciarlo. Es cierto que los recursos escenográficos son impactantes; es cierto también que la actuación de la protagonista, Irene Azuela, es espectacular, y que no desmerecen Giménez-Cacho ni el Bichir que sale (cuál, quién sabe: ¡hay tantos!; pasa como con los Pompines, que eran como 18). Pero, tratándose de una historia cruda en la que el amor está podrido por la codicia, el talento es una forma de la autodestrucción y, en suma, una mujer es despedazada por la vida imbécil, ¿por qué la gente se la pasó riéndose? Hay, de acuerdo, algunos momentos de comedia (pocos), pero también en los pasajes más trágicos —la mujer, adicta a las anfetaminas, se traga un tubo para el pelo y va al hospital— parecía que el público estaba más bien en El Tenorio cómico. Posible respuesta: una obra angustiosa y tremenda, representada como lo hizo este elenco, queda apestada por las «gracias» caracterísiticas de éste. ¿Qué pensará Malkovich?
La cosa, al fin, pudo empezar. El buen canario es una obra escrita por el jovenazo Zach Helm (la traducción al español es de Eduardo Rabasa), quien ha firmado también, en su breve carrera, el guión de una película estupenda que se llamó aquí Más extraño que la ficción (dirigida por Marc Forster en 2006, y protagonizada por Will Ferrell, Maggie Gyllenhaal y Emma Thompson). La obra ha sido representada con gran éxito en Estados Unidos, en París (donde se estrenó) y, claro, en México. Y tiene muchos premios. Parte de tal gloria se debe a que su director es John Malkovich, actor más que estimable y, a menudo, extraordinario. Con esos antecedentes, la producción terminó de resultar atractiva por el elenco que la representaría en México, y por la cobertura mediática que naturalmente iba a tener: no hay pedazo de suelo patrio donde pisen Luna y compañía que no sea de inmediato iluminado con los reflectores de su desproporcionada celebridad.
Bueno. Hasta ahí, todo bien: total, pese a que ya sabíamos que Luna sigue siendo el chamaquito atolondrado y de presencia inane que ya era en El abuelo y yo (era el gordito enfadoso: gordito ya no es), había razones para esperar que la obra fuera buena. Y acaso lo sea, nomás que no se pudo apreciarlo. Es cierto que los recursos escenográficos son impactantes; es cierto también que la actuación de la protagonista, Irene Azuela, es espectacular, y que no desmerecen Giménez-Cacho ni el Bichir que sale (cuál, quién sabe: ¡hay tantos!; pasa como con los Pompines, que eran como 18). Pero, tratándose de una historia cruda en la que el amor está podrido por la codicia, el talento es una forma de la autodestrucción y, en suma, una mujer es despedazada por la vida imbécil, ¿por qué la gente se la pasó riéndose? Hay, de acuerdo, algunos momentos de comedia (pocos), pero también en los pasajes más trágicos —la mujer, adicta a las anfetaminas, se traga un tubo para el pelo y va al hospital— parecía que el público estaba más bien en El Tenorio cómico. Posible respuesta: una obra angustiosa y tremenda, representada como lo hizo este elenco, queda apestada por las «gracias» caracterísiticas de éste. ¿Qué pensará Malkovich?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 13 de febrero de 2009.
2 comentarios:
Acidito andáis, don Carranclán... ¡¡¡Qué curón de reseña!!! Ya desde el pie de foto me ganó la risa y eso que, como sabes, soy más bien dado a la seriedad, no como ese público sope tan proclive a la carcajada. Salut, MAGISTER.
No, Victoriano: ácido no; acedo. Ya se sabía.
Por lo demás, conozco el fenómeno: la gente, dispuesta de buena fe a la "carcagada", que diría un buen cuate nuestro, se acaba riendo hasta de lo que hace llorar, o incluso comienza por ahí: riéndose de lo que no debería. Qué se le hace. Gente pendeja. El problema es que "vivir en vivo" semejante oso colectivo -trucha con la rima- es embarazoso y acaba distrayendo. Yo por eso no voy al teatro, ni al cine, ni al futbol. Y eso que tú eres el acedo, no yo.
Arre, Lulú en el puente.
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