Idea comodísima y siempre a la mano, explicación suficiente, definitiva, irrebatible y sin vuelta de hoja, pretexto inmejorable, recompensa u obsequio que cae en el momento oportuno y sin trabajo alguno, para usarse de inmediato, en cualquier circunstancia y a la menor provocación; atajo afortunado para eludir embrollos, argumento tajante para cancelar automáticamente toda suspicacia (o para ahorrarse uno mismo toda odiosa molestia de pensarle tantito), artículo de fe bajo cuyo influjo todopoderoso sólo queda agachar la cabeza y pasar a ocupaciones más modestas —localizar, por ejemplo, consuelos, o mejor: todavía más razones para el desconsuelo— y, en fin, coartada estupenda para la desidia, la indolencia, la malhechura, el pasmo o la simple y vulgar pereza, eso a lo que tan vaga y tan generosamente se alude como la crisis tiene la calidad de las mejores supersticiones, y está a disposición de todos, y su sombra amplia acoge con amorosa benevolencia a cuantos decidan internarse en ella, brindando inagotables confort y contento.
La crisis, o su mera suposición: la palabreja basta para que el universo entero esté de acuerdo y se lamente en coro, aunque no se sepa bien de qué: el sentido del término y su horror son unánimes, y unánime el entusiasmo agorero con que se lo canta. De acuerdo: habrá miles y cientos de miles y hasta millones de empleos que ya no serán más, y otros tantos que ya no habrán podido ser (Felipe Calderón suspira aliviado: ya tiene cómo deshacerse de la etiqueta falaz que solito se pegó a la camisa cuando hizo campaña). Y habrá bolsas de valores (esos templos de lo inescrutable) desmoronándose, y mucho rechinar de dientes por doquier —sobre todo de los dientes de oro de los ricachones cuyos miles de millones enflacarán, aunque sin dejar de sumar millones por miles—, y habrá inflaciones y devaluaciones y desaceleraciones y recesiones y todo lo que termine en -iones (incluidas las disminuciones de inversiones y las consecuentes desesperaciones). ¿Y?
Y nada. La codicia y la estupidez se ayuntaron y el engendro nació glotón y frenético, y sí, anda haciendo dagas por el mundo. Pero —los economistas, claro, esos despistados, sabrán enredarlo mejor— da la impresión de que la crisis es, antes que otra cosa, un subterfugio mayúsculo para los ineptos de siempre, y es grande la tentación de guarecerse en él para dejar de hacer lo debido. La crisis, más allá de su realidad concreta, es un asunto moral —ajustas tu conducta según creas o no en ella—, y en tanto no se manifiesten sus efectos en la historia particular de cada individuo (el despido, la cartera vacía, las deudas insolubles, el hambre), es posible hacerla desaparecer apagando la televisión o dejando a un lado el periódico. Basta una buena novela, un disco, una película o un paseo por el silencio, lejos de tanta histeria, y el monstruito destructor queda fuera, lejos, vuelto apenas la ilusión detestable con la que, de cualquier manera, toda la vida hemos convivido.
La crisis, o su mera suposición: la palabreja basta para que el universo entero esté de acuerdo y se lamente en coro, aunque no se sepa bien de qué: el sentido del término y su horror son unánimes, y unánime el entusiasmo agorero con que se lo canta. De acuerdo: habrá miles y cientos de miles y hasta millones de empleos que ya no serán más, y otros tantos que ya no habrán podido ser (Felipe Calderón suspira aliviado: ya tiene cómo deshacerse de la etiqueta falaz que solito se pegó a la camisa cuando hizo campaña). Y habrá bolsas de valores (esos templos de lo inescrutable) desmoronándose, y mucho rechinar de dientes por doquier —sobre todo de los dientes de oro de los ricachones cuyos miles de millones enflacarán, aunque sin dejar de sumar millones por miles—, y habrá inflaciones y devaluaciones y desaceleraciones y recesiones y todo lo que termine en -iones (incluidas las disminuciones de inversiones y las consecuentes desesperaciones). ¿Y?
Y nada. La codicia y la estupidez se ayuntaron y el engendro nació glotón y frenético, y sí, anda haciendo dagas por el mundo. Pero —los economistas, claro, esos despistados, sabrán enredarlo mejor— da la impresión de que la crisis es, antes que otra cosa, un subterfugio mayúsculo para los ineptos de siempre, y es grande la tentación de guarecerse en él para dejar de hacer lo debido. La crisis, más allá de su realidad concreta, es un asunto moral —ajustas tu conducta según creas o no en ella—, y en tanto no se manifiesten sus efectos en la historia particular de cada individuo (el despido, la cartera vacía, las deudas insolubles, el hambre), es posible hacerla desaparecer apagando la televisión o dejando a un lado el periódico. Basta una buena novela, un disco, una película o un paseo por el silencio, lejos de tanta histeria, y el monstruito destructor queda fuera, lejos, vuelto apenas la ilusión detestable con la que, de cualquier manera, toda la vida hemos convivido.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 6 de febrero de 2009.
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4 comentarios:
Xacto!
O que nos respondan las miles de personas que harán un gasto enorme e inecesario, ahora que viene otra de las fechas alabadas por el consumismo: el Día del Amor y la Amistad.
¿Cuál crisis?
Por eso desde antes de esta navidad decidí cortar con mi novia, ¿o lo decidió ella?
¡A ver si pasando el 14 vuelvo! O mejor no, de todas formas la sigo viendo.
Mejor seguiré leyéndote para que me quites ya de esta crisis.
Chale, y yo que les iba a mandar un corazonsote de peluche por san Vale... 'Ora se friegan!!!
Uuuuuuhhhhhh...
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