Impunidad

Casi puede tomarse como una regla: cuando un hecho criminal cobra dimensiones mayúsculas en la atención que deciden ponerle los medios de comunicación en México (y, en consecuencia, en la atención que terminamos dedicándole quienes estamos más o menos al tanto de cuanto los medios eligen mostrar y resaltar en coberturas que se prolongan durante varios días, hasta que surge otro caso hacia el que también hay que voltear), cuando se toma tal hecho como un emblema de la descomposición imperante en la vida del país, la idea que subyace a la conmoción, la indignación y el miedo es la de que hay un mal fundamental que debe erradicarse, pues de no hacerlo continuarán proliferando hechos similares o peores: la impunidad. Acaso pueda arriesgarse, sin embargo, otra posibilidad: la de que el verdadero problema sea que la impunidad se haya vuelto una costumbre, y que la sociedad en su conjunto la conozca ya tan bien y esté tan habituada a ella: los delitos no ocurren sólo porque haya quien los cometa, sino porque hay también quien los consiente, y como se supone que esto es una democracia (digámoslo así: una sociedad que se rige —o habría de regirse— por el consenso en la búsqueda del bien común, y que elige a quienes toman en su nombre las decisiones que afectan a todos sus integrantes), quienes consentimos la perversidad y la miseria somos todos.
El padre del muchacho secuestrado y asesinado aparece en los medios, da conferencias de prensa, concede entrevistas. Sobrepuesto —es un decir: pocas cosas debe de haber más difíciles— al dolor y a la pérdida, emprende acciones para que la muerte de su hijo propicie un cambio del estado de las cosas y se suma al trabajo de otros ciudadanos que ya antes han venido organizándose para el mismo fin. Y, a raíz de este hecho en concreto, la desgracia de una familia, con el despliegue de informaciones al respecto que los medios han vertido en los últimos días, incluso las autoridades han entrado al tema —pero, claro, declarando lugares comunes, diciendo que harán lo que desde siempre tienen que haber hecho, dizque sumándose a la indignación y dizque condoliéndose. Ahora bien: aunque son desde luego encomiables la entereza y los propósitos que mueven a esta víctima, no deja de antojarse pensar qué sucedería si, en lugar de declarar su fe en la actuación del Presidente de la República y del Jefe de Gobierno del Distrito Federal, su fe en las autoridades todas a las que compete la seguridad pública, en las instituciones en general, este padre de un hijo asesinado comenzara por responsabilizar directamente de lo ocurrido a todos esos individuos y todas esas instituciones, pues en buena medida es gracias a la ineptitud y las mezquindades del Estado mexicano que el desastre existe y suceden cosas así. Porque, ahora, las autoridades han anunciado ya que se pondrán a hacer su tarea, y al mismo tiempo están ya deshaciéndose del asunto al discutir estupideces: que si una «cumbre», que si para eso existe el Consejo de Seguridad...
Y luego pasaremos a otra cosa.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 15 de agosto de 2008.




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2 comentarios:

Octavio Aguirre dijo...
15 de agosto de 2008, 17:17

Hasta la siguiente "noticia".

Dice mi papá: mal de muchos, consuelo de tarugos. Pareciese que es más fácil quejare o lamentarse de la pobreza de nuestras instituciones públicas que hacer uso de nuestro poder de demandadores de los instituídos en las mismas.

Como siempre, un placer leerle licenciado, listos para regresar a la rutina itesiana.

Alejandro Vargas dijo...
24 de agosto de 2008, 18:40

Que triste que tuvo que pasar un secuestro de alguién bien parado para "poner cartas en el asunto".