Todos sabemos qué es, sea por haberlo padecido o practicado, o al menos por haberlo presenciado: la saña sistemática contra un compañero diferenciado por cualquier razón (porque es más lento o retraído, porque parece más pobre o indefenso, por alguna conducta específica o por su aspecto, por su origen, porque destaca). Tal saña se manifiesta en agresiones verbales que a menudo van acompañadas de maltrato físico o de tretas, jugarretas crueles o perjuicios con el fin de hacerle la vida imposible. Es puro odio, injustificable siempre, y siempre jactancioso: entre más se vea cómo sufre la víctima, mejor para el orgullo malévolo del victimario. Sucede en todas las etapas de la educación formal: yo recuerdo como si fuera una pesadilla el día en que a mi primaria ingresó un niño con enanismo, y cómo las burlas y las risas de quienes descubrieron en él a alguien con quien había que enconarse automáticamente lo orillaron a correr al portón para patearlo y llorar y gritar que lo sacaran de ahí (era el recreo, además, y no me cabe en la cabeza cómo las maestras lo hicieron entrar al patio y dejarlo solo); recuerdo, también, las tundas al más flaco del salón en la secundaria y la rabia con que apretaba los dientes y aguantaba las lágrimas, y las insidias ponzoñosas contra la compañera que prefería no hacer ronda y mejor ponerse a estudiar; y, en la prepa, cómo una pandilla de miserables incluso se reunía para llamar por teléfono a la madre de un condiscípulo pobre y enfermo y atormentarla. Golpizas, robos y daños a las pertenencias, insultos, chismes, bajezas de toda índole. Y recuerdo además la general indiferencia del profesorado, pero también cómo algunos miembros de éste podían alentar esos linchamientos: un estúpido maestro de Ciencias Naturales en la secundaria, llamado Machado (ojalá lea esto, si vive), llegó a mofarse delante de todo el salón de un amigo mío por sus ademanes y su modo de caminar, y siempre se refirió a él con motes injuriosos.
La cosa no debe de haber cambiado —acaso habrá empeorado, vistas las condiciones de indigencia de la educación en este país fracasado—, pero sí el modo de llamarla. Ahora se le dicebullying, término cuya traducción más natural puede ser «intimidación», aunque evidentemente se queda corta. No sólo eso: su comprensión puede estar fuera del alcance de vastos sectores de la población, e induce a una lectura distorsionada del fenómeno. ¿Se usa porque se ha puesto de moda? Es lo más seguro, aunque también porque lo emplean con soltura los especialistas o los burócratas que, se supone, tienen injerencia en su reconocimiento y su remedio, y también porque los medios fácilmente (y creo que nocivamente) se avienen a la adopción de voces que, al renombrar la realidad, terminan por emborronarla. Así, con frecuencia nos hallamos manejando eufemismos inadvertidos —pasa con las «muertas de Juárez», por ejemplo: habría que decir, siempre, asesinadas— o sucedáneos de palabras que, de emplearse, revelarían con más contundencia lo que designan: «ejecución», pongamos.
Es fama que Confucio respondió alguna vez que, de ser el emperador, su primera medida sería cambiar el lenguaje: revisarlo a fondo y reajustar sus sentidos. Sin embargo, en el lenguaje no manda nadie (como se vio la semana pasada, cuando la Suprema Corte de Justicia estipuló que son punibles palabras como puñal y maricón, y de inmediato se desató una lluvia de chistes homofóbicos), de manera que lo único a nuestro alcance es estar alertas. ¿Bullying? Más bien: abuso y violencia y odio y maldad.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 14 de marzo de 2013.
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