La idea era pasear un rato el domingo por la mañana y, en
particular, visitar el Exconvento del Carmen para ver la exposición que estaba
ahí. Entiendo que, desde hace un buen rato, la Vía Recreativa, al transcurrir
por delante o cerca de varios recintos culturales, pero también abriendo
espacios a su paso (jardines, plazas, camellones), ha querido aprovecharse como
ocasión para que sus usuarios se encuentren naturalmente con lo que en otros
momentos o circunstancias quizás les resultaría menos accesible, y así lo que
ocurre en ella suma al esparcimiento y al mero ocio y a las actividades
deportivas o lúdicas la posibilidad de disfrute de exposiciones, talleres,
conciertos o tocadas, espectáculos callejeros, tianguis de libros o artesanías,
etcétera. Eso está muy bien, desde luego: buena parte de los ciudadanos que
vamos quizás no hallemos tiempo ni ganas de procurarnos nada de eso de otras
formas, y que se nos cruce mientras paseamos por ahí podrá servir de algo. Lo
que no está bien es la gente.
Pasó esto:
en la esquina que forman unos arcos a la entrada del Exconvento, antes de
traspasar la reja de acceso, había un grupo de unos ocho o diez jóvenes —ni
modo: llega una edad en la que necesariamente hay que excluirse de ese término—tumbados
a la sombra, evidentemente instalados ahí debido a ésta, en lo fresquecito, se
veía que plácidamente. Alguno o varios, me pareció, traían instrumentos
musicales, y por lo que su aspecto indicaba —ni modo: las llamadas «tribus
urbanas» tienen aspectos en los que se esmeran y por los que es inevitable
reconocer determinadas vocaciones o querencias que las mueven— daban la
impresión de ser habituales (no sé si espectadores o protagonistas) de la cosa
cultural: esas actividades que mencionaba antes, preferiblemente callejeras, y que
quizás puedan resumirse en la noción de lo «alternativo». Se reunía, este
grupo, por sus afinidades, por sus gustos; quizás venían de participar en algo
y estaban descansando antes de agarrar para otro rumbo (eran casi las dos, y a
las dos desaparece esa ciudad ilusoria que promueve la Vía y recomienza a
degradarse hasta el asueto siguiente, como esta vez, que hubo puente y la
ilusión se repitió en lunes). Qué a gusto, llegué a pensar, hasta envidia me
dieron.
Cuando
salimos de la exposición ya se habían ido, y en el espacio que ocuparon quedaba
un auténtico marranero. Botellas de plástico y colillas y envolturas de lo que
estuvieron tragando. Ninguno tuvo la iniciativa de, siquiera, meter la basura
en una bolsa y dejarla en un rinconcito: ya habría sido mucho pedir. No será, entre
todas las conductas que vuelven miserable la coexistencia y la vivencia del
espacio público, la más reprobable (es peor matar gente, vamos), pero sí la más
inexplicable, y la que más sencillamente da idea del desprecio que nos inspiran
los demás, tanto como para que les emporquemos así la vida. Y si esto hacen
estos jóvenes —ni modo— «alternativos» y culturalosos —ni modo—, bueno, qué se
puede esperar.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 7 de febrero de 2013.
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