Megapremios



Mi reacción inmediata al saber quiénes han ganado los tres megapremios literarios anunciados recientemente (el FIL, el Nobel y, hace unos días, el Carlos Fuentes) ha consistido en preguntarme: ¿no había nadie más? Mi respuesta, también inmediata, a esa reacción, ha sido: claro que sí, siempre quedará alguien que, pudiendo haber sido distinguido, habrá sido desdeñado por el jurado de cada galardón. Alguien, quiero decir, con más méritos evidentes. Pero Alfredo Bryce Echenique, Mo Yan o Mario Vargas Llosa, por célebres e incluso buenos escritores que puedan ser (a veces los premios le atinan), fueron las elecciones misteriosas —las deliberaciones necesariamente tienen carácter confidencial— que tres puñados de individuos hicieron en nombre de las instituciones que les confiaron esas tareas. Y a quienes no formamos parte de esos puñados sólo nos queda conjeturar qué pudo moverlos: cómo razonaron su decisión, qué motivaciones convenencieras, políticas o comerciales pudo haber detrás de sus razonamientos, qué tan determinante pudo ser su ignorancia o su irresponsabilidad.
            Dicho de otro modo: ¿qué tenían en la cabeza quienes firmaron las actas? Por lo que toca al jurado del Premio FIL, al menos dos de sus integrantes, Julio Ortega y Jorge Volpi, han ido revelándolo al pronunciarse sobre el escándalo que propiciaron: desentendidos del hecho de que su gallo sea un delincuente (plagiario reincidente, denunciado y sancionado: mentira que, como él ha alegado, la justicia de su país lo haya resarcido), lo que menos ha llegado a preocuparlos ha sido el daño causado con su proceder y su empecinamiento: al premio y su tradición, a sus auspiciantes, a la Feria Internacional del Libro y a la Universidad de Guadalajara que la organiza. Se quejan de una «campaña» contra Bryce Echenique, pero a su vez están haciendo una para recabar apoyos a su desfiguro, con lo que aseguran que el Premio FIL termine por ser ya no un hazmerreír, sino una auténtica sinvergüenzada.
            Respecto a los suecos que eligieron al novelista chino, los imagino enfrascados en conseguir la mayor perplejidad con su anuncio. Falta leer a ese autor, claro, pero da la impresión de que el Nobel busca, ante todo, eludir lo previsible, y que por ello se ha vuelto un premio absolutamente irrelevante —salvo para sus ganadores y los editores de éstos, claro. Y en cuanto al Premio Carlos Fuentes, éste sí cantadito, ya demostró ser el alarde de frivolidad que se sospechaba: inútil para los lectores (al menos la elección de los suecos propone un descubrimiento), será sólo ocasión de ostentación para un Estado que por lo visto no sabe en qué derrochar. ¿A quiénes sirven los megapremios? A quienes los dan y a quienes los cobran (y a sus editores): los lectores ya podríamos ir aprendiendo que la literatura vive de otros modos, a solas con nosotros y al margen de baladronadas, enigmas y disparates.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 18 de octubre de 2012.
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1 comentarios:

Juan Llave dijo...
24 de octubre de 2012, 17:03

Como me dijo Daniel Sada en una entrevista, palabras más, palabras menos: los premios no hacen lectores.