Sada

Foto: ®Borzelli Photography

 A Daniel Sada le gustaba platicar que sus primeras lecturas fueron de los clásicos: los volúmenes polvorientos que ponía al alcance de su atención infantil la profesora Panchita Cabrera, dueña de la única biblioteca en Sacramento, Coahuila, el pueblo en medio de la nada del que el escritor —nacido en Mexicali, en 1953— saldría para ir a encontrarse con la sorpresa de que vivía en el siglo 20 y que ya nadie escribía como Plutarco o como Homero. Así que ningún arduo aprendizaje: fue el único que estuvo a su feliz disposición, y de él Sada obtuvo, tan naturalmente, las destrezas poéticas que habrían de caracterizar a sus creaciones —formidables empresas de ingeniería narrativa acometidas con un fulgurante dominio de las posibilidades más insospechadas del idioma español.
       Exigentísimo con su trabajo y, por ende, con sus lectores, Sada fue un artista incapaz de concesiones o complacencias: sus historias y su poesía, así, terminaron por ser una aventura insólita en el paisaje literario de su tiempo, al margen de modas y oportunismos y en pos de descifrar lo que pasa donde aparentemente no pasa nada: el desierto, pero también las soledades de hombres y mujeres cuyas pulsiones primarias (el deseo, la ambición, el rencor, el ansia de vida, el amor, lo que resulta del encontronazo con la belleza) son materias preciosas y dignas de una altísima épica, sólo que hace falta un escritor así para darse cuenta. Novelas como Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, Albedrío o Casi nunca son, sí, proezas del lenguaje, irrepetibles y deslumbrantes, pero además acontecimientos decisivos y entrañables para la existencia de cualquiera que llegue a sumergirse en ellas.
       Daniel Sada, que creció leyendo a los clásicos, se convirtió en uno de ellos. Además de un maestro generoso e iluminador y un hombre afable, fue, qué duda cabe, uno de los escritores más originales y fascinantes de nuestro tiempo.

Hacia la FIL III
Los numerosos programas de actividades de la feria que arranca este sábado garantizan que será una de las ediciones más diversas, y habrá que escudriñarlos a fondo para aprovecharlos bien. Como reincidente irremediable que soy, desde 1987, a menudo me veo asediado por quienes me piden recomendaciones: qué ver, a dónde meterse, qué comprar, etcétera. Y este año creo que lo mejor será dejarse conducir por el azar: total, si uno cae con Yordi Rosado o con Juan Gelman, o en una mesa de ecuatorianos o una reunión de bibliotecarios, o si se topa con Peña Nieto o con Vargas Llosa o con Herta Müller o con Lupita Jones o con alguno de los catorce Taibos, igual tendrá ocasión de divertirse. Porque es lo que yo me propongo: lo más importante es que en la FIL hay que pasársela bien —para algo es nuestra. Además, este año será la primera vez que irá Regina, mi bebita, cosa que me hace mucha ilusión. Aunque también me da un poco de pendiente: ¿y si luego ya no se quiere salir?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 24 de noviembre de 2011.
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1 comentarios:

Verónica Nieva dijo...
24 de noviembre de 2011, 14:25

¡La primera FIL de Regina! Bien dices: qué miedo. ¿Y si sale a nosotros, que no salimos de ahí, sin importar cuán monstruosa se ponga? ¿Y si va por 25 años seguidos, como nosotros? Pero mira, hay que esperar que se la pase muy bien y que un niño mocoso no le pegue el catarro...