Los prefectos de la secundaria, imagino que avalados y hasta alentados por el director (o más bien por el subdirector, ahora que lo pienso: no sólo era más bravo, sino además rencoroso y pendenciero), rondaban con celo las filas de alumnos formados en cuadro alrededor del patio principal, con tal de pillar in fraganti al payaso, al platicón, al guandajo que no hiciera bien el saludo o, sencillamente, al pájaro de cuenta que ya traían entre ojos y que, a su juicio —por lo general sumario y sañudo—, merecía escarmiento. No fallaba: siempre conseguían arrastrar al menos a dos o tres para hacerlos ir junto al asta, donde debían permanecer expuestos ante la inevitable burla de la escuela completa. Quizás la sanción venía acompañada de una de las dos penalidades más temidas en esos días ingenuos: un reporte, o peor, un citatorio (con tres reportes, creo, se ganaba uno un citatorio: a los padres, se entiende, para que comparecieran por las fechorías del retoñito); en todo caso, la vergüenza estaba garantizada... salvo para los más audaces o más cínicos, que perfectamente podían estar orgullosos de ir acumulando esas distinciones.
Así, el componente emocional de las ceremonias de honores a la bandera era, fundamentalmente, el miedo a la reprensión y al oprobio. Como otras tradiciones nacionales alentadas por la educación básica —hacerles altares de basurita a los muertos, perpetrar adefesios artesanales para regalarles a las mamás en su día—, la de manifestar veneración y fidelidad a la enseña patria estaba desprovista de explicaciones, pues (supongo) se daba por hecho (y supongo que se da todavía) que todo mexicano las traería inscritas en el alma desde el momento de haber nacido como tal, y que no hace falta razonarlas. Llegada la hora, cada lunes, sabíamos que teníamos que formarnos, saludar, cantar el himno, saludar otra vez, y luego ir a burlarnos de los que habían sido castigados, y eso era todo. (Cómo es la memoria pertinaz en la preservación de las maldades: bien que recuerdo a un viejo profesor de «artísticas», apodado «El Kabubi» —era jorobadito—, que se paraba encantado de la vida también a medio patio, dizque a dirigir los cantos haciéndole así con las manitas; además la escuela tenía su propio himno, compuesto por él.... O esto: una vez estuvimos en riesgo de ser sancionados en masa, pues pasó lo inevitable: torturado por semejante ansiedad, un compañero nomás no se aguantó, y tuvimos que romper filas para que el arroyito no nos tocara, al tiempo que iba corriendo también el susurro a la vez alarmado e hilarante: «¡Cecilio se mió!»). Los integrantes de la escolta, todos de cuadro de honor (otra forma de opresión), se ausentaban de varias clases con tal de practicar sus pasos —y, desde luego, nomás por eso los envidiábamos. No sé si tuve mala suerte, pero ésa fue la forma de educación cívica que alcancé a recibir. Y me temo que mi caso no es raro, y que la cosa más o menos ha de seguir así.
Así, el componente emocional de las ceremonias de honores a la bandera era, fundamentalmente, el miedo a la reprensión y al oprobio. Como otras tradiciones nacionales alentadas por la educación básica —hacerles altares de basurita a los muertos, perpetrar adefesios artesanales para regalarles a las mamás en su día—, la de manifestar veneración y fidelidad a la enseña patria estaba desprovista de explicaciones, pues (supongo) se daba por hecho (y supongo que se da todavía) que todo mexicano las traería inscritas en el alma desde el momento de haber nacido como tal, y que no hace falta razonarlas. Llegada la hora, cada lunes, sabíamos que teníamos que formarnos, saludar, cantar el himno, saludar otra vez, y luego ir a burlarnos de los que habían sido castigados, y eso era todo. (Cómo es la memoria pertinaz en la preservación de las maldades: bien que recuerdo a un viejo profesor de «artísticas», apodado «El Kabubi» —era jorobadito—, que se paraba encantado de la vida también a medio patio, dizque a dirigir los cantos haciéndole así con las manitas; además la escuela tenía su propio himno, compuesto por él.... O esto: una vez estuvimos en riesgo de ser sancionados en masa, pues pasó lo inevitable: torturado por semejante ansiedad, un compañero nomás no se aguantó, y tuvimos que romper filas para que el arroyito no nos tocara, al tiempo que iba corriendo también el susurro a la vez alarmado e hilarante: «¡Cecilio se mió!»). Los integrantes de la escolta, todos de cuadro de honor (otra forma de opresión), se ausentaban de varias clases con tal de practicar sus pasos —y, desde luego, nomás por eso los envidiábamos. No sé si tuve mala suerte, pero ésa fue la forma de educación cívica que alcancé a recibir. Y me temo que mi caso no es raro, y que la cosa más o menos ha de seguir así.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 24 de febrero de 2011.