La pachorra

Pasa cada año y no por eso deja de ser sorprendente: al llegar diciembre todos los motores de la rutina van perdiendo empuje, y antes incluso de que se inauguren los períodos oficiales de vacaciones se vuelve cada vez más evidente cómo cedemos a la desaceleración que nos conducirá, como cada año, a postergar toda clase de pendientes para la llegada de enero (o bueno: para cuando enero ya vaya adelantadito, por ahí del 10 o el 15). La gente se va o está por irse, todo mundo se apresta a bajar la cortina, un plácido suspenso se cierne sobre las calles y, aparte del bullicio propio de celebraciones y convites, va imperando un silencio tranquilizador en torno a toda la famosa realidad. Diciembre es el tiempo mágico en que se descubre que lo urgente no existe sino como una fantasía neurótica, y que siempre hay manera de intercalar pausas en el frenesí de la vida de todos los días: el mundo no se acaba si nos omitimos de él por un rato.
Claro: para muchos, el mes que corre supone apenas el canje de unas neurosis por otras: las que acarrea el cumplimiento de los compromisos sociales y familiares que se multiplican por estas fechas. Nada más efectivo para reventar el sosiego —que tan naturalmente debería prevalecer gracias a la fórmula fabulosa «Mejor lo vemos empezando el año, ¿no?»— que aventurarse en excursiones insensatas por los centros comerciales para comprar regalos, antes o al mismo tiempo que se reparten las dos semanas que siguen entre comidas, cenas, brindis y posadas, y a la vez que se alistan las celebraciones culminantes, las del 24 y el 31, y si éstas exigen desplazarse fuera de la ciudad o recibir a quienes se desplacen a ésta, tanto peor. Es el modo inmejorable de sabotear, con prisas y angustias, con inumerables corajes, contrariedades, decepciones y frustraciones —además de los imperdonables derroches que traen consigo los arrebatos de fraternidad o los meros «detallitos» para quedar bien, o no tan mal, con gente a la que poco o ningún interés, en tiempos de cordura, tendríamos de agradarle ni agradecerle ni mucho menos darle ninguna alegría—, y eso aparte del cansancio, la gastritis, las jaquecas y demás dudosas recompensas que se obtienen con la comparecencia en festejos donde, ni modo, hay que comer y beber sólo porque ahí están la comida y la bebida: cada vez que decimos «¡Salud!» es porque estamos despidiéndonos de ella, y además lo hacemos con alegría, como si nos deshiciéramos de una alergia o de una deuda o de una compañía indeseable.
Pero la pachorra, como una fuerza de la naturaleza, acaba imponiéndose y aplacándonos. Es lo mejor y acaso lo único provechoso de estos tiempos: esta ralentización del ritmo, la posibilidad de hacerse a un lado y dejar que pase a toda prisa la vorágine que arrasa con tanta humanidad. Lo prudente, entonces, es no resistirse al influjo bienhechor de la pachorra, y procurar que estos días calmudos transcurran en santa paz.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 7 de diciembre de 2007.
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2 comentarios:

Alejandro Vargas dijo...
9 de diciembre de 2007, 15:58

Todo realmente se alenta en navidad, pero menos en el centro de Guadalajara, ahi las compras compulsivas, el mar de gente, las señoritas cuidadoras trepadas como arañas en las escaleras para que no les bajen la mercancía, muestran la compulsión y la convulsión de las personas en un intento de agradar a los seres queridos y no tan queridos.

Víctor Cabrera dijo...
10 de diciembre de 2007, 18:54

Querido JIC:

Pues aun a sabiendas de mi colesterol altísimo, de mis triglicéridos taimados, de las arritmias cardiacas y de las semanales amenazas de bomba con que pretende espantarme este hígado pusilánime, alzo mi copa perenne y digo contigo: ¡SALUT!

Un abrazote de:

VC