La visión fue fugaz, pero no tanto como para no quedar fijada en el cajón de la memoria donde se confunde cuanto va almacenándose por haber sido sencillamente, inesperadamente, conmovedor. Habrá sido en 1993 o 1994 (por ahí: el Gobernador era Rivera Aceves) y, como todo mexicano debe tenerlo claro, al Grito había que ir al menos una vez en la vida. Claro, no fue la única: otras dos fueron en Mérida, una más en la Ciudad de México, quizás una en Querétaro, pero todas esas ocasiones son ya más bien indistinguibles y en ningún caso dejaron más que impresiones generales y vagas. Si acaso, la del Zócalo se salva por lo divertida que fue: en el extremo del Portal de Mercaderes había un escenario con bocinas enormes donde una mujer ejecutaba una danza presumiblemente árabe al ritmo de una cumbia, delante de una turbamulta rugiente y alburera; hubo que reventar varios huevos rellenos de harina en las cabezas de prójimos que hacían lo propio; disponíamos de espantasuegras, bolsitas de confeti y las indispensables ganas de echar desmadre, y el objetivo principal era acercarse hasta el balcón presidencial para verle los calzones a la hija de Salinas —o a Lupita Jones, lo que ocurriera primero: sabíamos que iba a desfilar al día siguiente, y en una de ésas también había sido invitada a Palacio...
Pero esta vez, en Guadalajara, fuimos acercándonos a la Plaza de Armas por Corona, luego de haber pasado un buen rato en el Sanborn’s de Juárez y 16 de Septiembre (el único que había entonces ahí: el vecino era todavía un Denny’s). Era curioso que un día de fiesta pareciera, en efecto, día de fiesta: seguramente pasará cada año, pero en el ambiente se percibía una suerte de exaltación alegre e impaciente que crecía conforme se acercaba la hora. Globos, banderitas, silbatos, sombrerotes, cornetas. Los padres de familia pastoreando a sus tribus, las bolitas de amigos, los novios, los policías. Los algodones de azúcar, los elotes, los vendedores de jarritos con tequila y, en fin, el consabido etcétera que va desde el mariachi estrepitoso hasta los cuetes que algún acelerado prende antes de tiempo.
Por fin llegamos, increíblemente: la masa era tan intransitable como absurdo que perseveráramos en movernos a través de ella, pero lo conseguimos. El Gobernador estaba ya en su sitio y de algún lado salían los primeros compases del Himno Nacional. Y, entonces, tuvo lugar la visión: entre las rechiflas, los gritos, el frenesí, las risas, el relajo, un viejo maletero de la Estación del Ferrocarril (como si el uniforme inconfundible no hubiera bastado, llevaba además prendida su identificación en el bolsillo de la camisa) posaba las manos en los hombros de su mujer, tan vieja como él. Ambos —ahí estaban, a un lado— miraban ilusionados hacia el balcón, hacia la campana. Y qué importaba que los zarandeara el vaivén de la multitud: era claro que estaban absolutamente solos. Cantando con todas sus ganas. Con toda su desvencijada emoción.
Pero esta vez, en Guadalajara, fuimos acercándonos a la Plaza de Armas por Corona, luego de haber pasado un buen rato en el Sanborn’s de Juárez y 16 de Septiembre (el único que había entonces ahí: el vecino era todavía un Denny’s). Era curioso que un día de fiesta pareciera, en efecto, día de fiesta: seguramente pasará cada año, pero en el ambiente se percibía una suerte de exaltación alegre e impaciente que crecía conforme se acercaba la hora. Globos, banderitas, silbatos, sombrerotes, cornetas. Los padres de familia pastoreando a sus tribus, las bolitas de amigos, los novios, los policías. Los algodones de azúcar, los elotes, los vendedores de jarritos con tequila y, en fin, el consabido etcétera que va desde el mariachi estrepitoso hasta los cuetes que algún acelerado prende antes de tiempo.
Por fin llegamos, increíblemente: la masa era tan intransitable como absurdo que perseveráramos en movernos a través de ella, pero lo conseguimos. El Gobernador estaba ya en su sitio y de algún lado salían los primeros compases del Himno Nacional. Y, entonces, tuvo lugar la visión: entre las rechiflas, los gritos, el frenesí, las risas, el relajo, un viejo maletero de la Estación del Ferrocarril (como si el uniforme inconfundible no hubiera bastado, llevaba además prendida su identificación en el bolsillo de la camisa) posaba las manos en los hombros de su mujer, tan vieja como él. Ambos —ahí estaban, a un lado— miraban ilusionados hacia el balcón, hacia la campana. Y qué importaba que los zarandeara el vaivén de la multitud: era claro que estaban absolutamente solos. Cantando con todas sus ganas. Con toda su desvencijada emoción.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 14 de septiembre de 2007.
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3 comentarios:
Ahora sí te leí en periódico!!! Lo encontré ahi en la cafe y tras él, reí mucho. Esos tiempos de Salinas...creo que hasta lloré porque se recorrían los tres ceros.
Cómo no, qué tiempos. Quise encontrarme una foto donde se le vieran los chones a Cecilita Salinas (o a Lupita Jones), pero nomás no hallé. Habrá hecho falta algún paparazzo audaz y oportuno. ¡Salud!
Olvidaste mencionar los olores, apretujones y manoseos, que probablemente pasan casi inadvertidos por la enajenación del evento.
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