Amén

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En una zambullida en el sitio web del Congreso del Estado de Jalisco se pueden obtener datos como los siguientes: del 8 de septiembre de 2005 para acá (más de dos añitos), la Comisión de Cultura ha presentado siete iniciativas, de las que han resultado seis acuerdos y un decreto concluidos (es lo que arroja la consulta cuando se le pica donde dice «Estructura Orgánica» en el «Menú Principal», luego en «Comisiones», luego en «Iniciativas presentadas por esta Comisión» —la de Cultura—, y una vez ahí en «Reporte General»... más o menos así es la ruta, pero hay que fijarse bien, porque en un descuido uno puede ir a dar a la «Sección Infantil», donde salen unos como zombies —tipo los dibujitos de Mario Netas, pero en malhecho—, que dicen: «Hola cuate», así, sin coma, «quiero invitarte a que conozcas el Congreso de tu Estado que está en la ciudad de Guadalajara...»). Entre los acuerdos, por ejemplo, está éste, el 232, del 26 de abril del año en curso: «Acuerdo legislativo que autoriza a las citadas comisiones», la de Educación y la de Cultura, «la prórroga del plazo establecido en la Ley Orgánica del Poder Legislativo para la presentación y dictaminación de la iniciativa que declara benemérito ilustre de Jalisco a Guillermo González Camarena». 36 votos a favor, cero en contra, cero abstenciones. Estado: concluido.
La zambullida, desde luego, es recomendable que sea veloz, pues quién sabe cuáles puedan ser los efectos de pasar varios minutos en la poza cibernética de nuestros Diputados locales. Capaz que termina uno hablando como ellos. Conviene, sin embargo, asomarse para ver cómo trabajan y qué los preocupa, sobre todo ahora, que a los de la Comisión de Cultura tanto se los ha criticado por decidirse a distinguir al Cardenal Juan Sandoval Íñiguez (tío, no está de más recordarlo, del Diputado José Luis Íñiguez Gámez, presidente de la tal Comisión y mismo que recientemente quiso borrar el mural que le habían encargado al pintor Antonio Ramírez para el recinto legislativo). ¿Está mal que se apunten así los legisladores —en nombre de todos los jaliscienses— a la fiesta con que se celebró ayer al Purpurado en su natal Yahualica? Según como se vea, y desde luego —esa mala costumbre que nos quedó porque desde chiquitos aprendimos que en México vivíamos en un Estado laico— la reacción de la comunidad cultural ha ido de la reprobación a la consternación. Pero no se piense que la decisión se tomó así, a lo Borras: el Diputado perredista Carlos Manuel Orozco Santillán, vocal de la emprendedora Comisión, ha explicado que el Cardenal será homenajeado «no por ser un dirigente eclesiástico, ni por ser ministro de culto, sino porque es un personaje y un líder que ha promovido los valores y ha resguardado la tradición y la cultura, toda vez que la Iglesia es depositaria de un gran acervo de arte sacro y de edificios barrocos de gran valor patrimonial». Ah.
Nuestros Diputados trabajan. Poquito, y en nada que sirva. Pero trabajan. ¿Cuándo los vamos a homenajear?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 21 de septiembre de 2007.

Dos raros y un minotauro

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Este viernes 21 de septiembre, a las 20:00 horas, en el Centro Cultural Casa Vallarta (Av. Vallarta, entre Gral. San Martín y Simón Bolívar) presento el libro Dos escritores secretos: la compilación de ensayos que Alejandro Toledo armó en torno a Francisco Tario y Efrén Hernández. En la misma velada, Luis Martín Ulloa presentará otro libro de Toledo: El hilo del Minotauro: cuentistas mexicanos inclasificables.
Ánimas que se animen a ir.

Un Grito

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La visión fue fugaz, pero no tanto como para no quedar fijada en el cajón de la memoria donde se confunde cuanto va almacenándose por haber sido sencillamente, inesperadamente, conmovedor. Habrá sido en 1993 o 1994 (por ahí: el Gobernador era Rivera Aceves) y, como todo mexicano debe tenerlo claro, al Grito había que ir al menos una vez en la vida. Claro, no fue la única: otras dos fueron en Mérida, una más en la Ciudad de México, quizás una en Querétaro, pero todas esas ocasiones son ya más bien indistinguibles y en ningún caso dejaron más que impresiones generales y vagas. Si acaso, la del Zócalo se salva por lo divertida que fue: en el extremo del Portal de Mercaderes había un escenario con bocinas enormes donde una mujer ejecutaba una danza presumiblemente árabe al ritmo de una cumbia, delante de una turbamulta rugiente y alburera; hubo que reventar varios huevos rellenos de harina en las cabezas de prójimos que hacían lo propio; disponíamos de espantasuegras, bolsitas de confeti y las indispensables ganas de echar desmadre, y el objetivo principal era acercarse hasta el balcón presidencial para verle los calzones a la hija de Salinas —o a Lupita Jones, lo que ocurriera primero: sabíamos que iba a desfilar al día siguiente, y en una de ésas también había sido invitada a Palacio...
Pero esta vez, en Guadalajara, fuimos acercándonos a la Plaza de Armas por Corona, luego de haber pasado un buen rato en el Sanborn’s de Juárez y 16 de Septiembre (el único que había entonces ahí: el vecino era todavía un Denny’s). Era curioso que un día de fiesta pareciera, en efecto, día de fiesta: seguramente pasará cada año, pero en el ambiente se percibía una suerte de exaltación alegre e impaciente que crecía conforme se acercaba la hora. Globos, banderitas, silbatos, sombrerotes, cornetas. Los padres de familia pastoreando a sus tribus, las bolitas de amigos, los novios, los policías. Los algodones de azúcar, los elotes, los vendedores de jarritos con tequila y, en fin, el consabido etcétera que va desde el mariachi estrepitoso hasta los cuetes que algún acelerado prende antes de tiempo.
Por fin llegamos, increíblemente: la masa era tan intransitable como absurdo que perseveráramos en movernos a través de ella, pero lo conseguimos. El Gobernador estaba ya en su sitio y de algún lado salían los primeros compases del Himno Nacional. Y, entonces, tuvo lugar la visión: entre las rechiflas, los gritos, el frenesí, las risas, el relajo, un viejo maletero de la Estación del Ferrocarril (como si el uniforme inconfundible no hubiera bastado, llevaba además prendida su identificación en el bolsillo de la camisa) posaba las manos en los hombros de su mujer, tan vieja como él. Ambos —ahí estaban, a un lado— miraban ilusionados hacia el balcón, hacia la campana. Y qué importaba que los zarandeara el vaivén de la multitud: era claro que estaban absolutamente solos. Cantando con todas sus ganas. Con toda su desvencijada emoción.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 14 de septiembre de 2007.

Del Paso

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En más de un sentido era inevitable que el Premio FIL (que sigue siendo el Premio Juan Rulfo para todo el mundo, menos para los Rulfo) se otorgara este año a Fernando del Paso, sin duda el novelista mexicano vivo más importante y autor de una de las obras más dignas de atención en el ámbito hispano en el último medio siglo. En primer lugar, la impostergable necesidad moral de reconocer la trayectoria del escritor, tarde aunque no demasiado: el premio, con sus altibajos, malamente había ido convirtiéndose en la tradición de soslayar nombres que resultaba absurdo que los distintos jurados no aplaudieran unánimentente: el de Salvador Elizondo, por ejemplo, que no hay modo de entender por qué nunca salió agraciado. Que Elizondo haya muerto sin haber ganado el premio supone una omisión irreparable, por más que, como dijo el propio Del Paso en el diálogo con Beatriz Pastor que siguió al anuncio, haya «más buenos escritores que buenos premios»: de acuerdo, pero también hay una cosa que se llama justicia.
Es natural, desde luego, que reconocimientos como éste, invariablemente acompañados de una considerable proyección mediática (aparte del monto en efectivo, nada desdeñable), estén envueltos en la polémica y nimbados de suspicacias. Así, el hecho de que el año pasado la decisión hubiera favorecido a Carlos Monsiváis no pudo ser visto sino con algo de decepción y algo de extrañeza —excepto, claro, para los incondicionales del autor de Amor perdido, desde sus pares y hasta sus lectores, que celebraron por todo lo alto—: ¿era, realmente, el único autor que en 2006 ameritaba la distinción? La turbulencia que habían desatado los herederos de Juan Rulfo a propósito de la denominación del galardón estaba en su apogeo, y de algún modo resultaba explicable (aunque no justificable) que Monsiváis hubiera sido elegido como una suerte de argumento para la conciliación —cosa que, evidentemente, no funcionó, pues los inconformes perseveraron en su inconformidad. Si bien no puede esperarse de un certamen como éste que ni la política ni la conveniencia influyan en su curso, el hecho de que ahora haya ganado Del Paso permite, por la incuestionable calidad y por la relevancia de su obra, hacer ver que el criterio literario se ha sobruepuesto, al menos por esta vez —y es de esperarse que así sea en adelante— a las exigencias de la «coyuntura» y a la volatilidad de las circunstancias. (Y fue sencillamente plausible la declaración de Del Paso: «yo acepto este premio con el nombre original, con el nombre de Premio de Literatura Juan Rulfo. Que se haya convocado con otro nombre no es mi asunto». Pues claro).
Lo mejor de este anuncio será que habrá pretexto —aunque no haga falta, aunque sí, pues nunca estará de más promoverlo entre los más jóvenes— para volver a la lectura de las novelas José Trigo, Palinuro de México y Noticias del Imperio (que con eso hay: la poesía y la novela policíaca y la obra pictórica de Del Paso están en otro costal).

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 7 de septiembre de 2007.