Espejito, espejito

Emilio González Márquez parece demasiado preocupado por lustrar su imagen como Gobernador, cuando acaso —y bueno, ojalá que no, o que no tanto—, ya que lleva sólo unos días en el cargo, apenas esté por empezar a enterregarla. Si no, qué sentido pueden tener los spots en que su voz despaciosa y de vocales tan abiertas —parece maestro neuras al frente de un salón repleto de alumnos tontos, dictándoles algo... ¡y el tonito que tiene: lo vamos a soñar!— se deleita en repetirnos lo que un arrebato de la peor inspiración le hizo soltar el día en que rindió protesta: que «empeña su vida», o alguna cursilería parecida, «para que Jalisco avance», o algún propósito así de vago y hueco.
Hasta cierto punto, y sólo por las mismas razones por las que uno se apresura a aplacarse un gallo cuando pasa delante de un espejo, es comprensible que al Gobernador «lo apure» verse bien: son tantos, y se multiplican tan rápido, los políticos mexicanos de estampa nauseabunda, y resultan tan automáticamente repelentes apenas se topa uno con sus carotas en el periódico o en la tele (aunque no hagan nada, y a veces precisamente por eso), que González Márquez seguramente no querrá ser un impresentable más —o al menos no tan pronto. Bueno. Ya se ha visto, además, que estamos muy ariscos, y en estas primeras semanas no han faltado ocasiones para que el hombre active nuestra suspicacia: la buena suerte que repentinamente les sonrió a varios de sus parientes, pongamos, o el descubrimiento de las obras que se llevan a cabo en Casa Jalisco (aunque luego del hallazgo se franqueara el paso a la prensa, ¡chin!). Y lo mismo ha ido pasando con sus colaboradores: apenas van acomodando sus cositas en las oficinas que les tocaron y ya estamos viéndolos feo. Como no podría ser de otra manera: por ejemplo en el caso de la Secretaría de Cultura, cuyos dos últimos titulares son de tan triste memoria que el nuevo, Cravioto, tiene un trabajo extra: no espantar.
Pero González Márquez —¿por qué, como ya muchos hacen con él, se da en llamar a los gobernantes sólo por su nombre de pila (Emilio, Felipe), con una familiaridad inexplicable?—, en el afán de ser agradable, está incurriendo en una de las costumbres más detestables de quienes trabajan en la cosa pública: saturar con su presencia y su dudosa palabrería los tiempos y los espacios que podrían aprovecharse para algo que sirva: informaciones útiles, por ejemplo, sobre temas de salud. Pero no, lo que urge es que el recién llegado caiga bien, aun cuando para ello deberían bastar su seriedad, su compostura, el cumplimiento de sus responsabilidades y su probidad. Y ya tenemos sabido lo que cuesta tener gobernantes que se quieren simpáticos: para ocurrentes y payasos ya tuvimos suficiente con el cretino imperdonable de Vicente Fox. Lo más triste es que al nuevo Gobernador, claro, la autopromoción seguramente acabará funcionándole, pues luego la gente, ¡ay!, todo cree. Recuérdese que había señoras que hasta veían guapo a Alberto Cárdenas Jiménez. Por ejemplo.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 16 de marzo de 2007.

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