Juan José Arreola solía mostrarse angustiado por constatar, al cabo de su vida como lector, que muchos de los mayores alcances de la imaginación artística a lo largo de la historia tuvieran como tema las peores posibilidades de la condición humana: el dolor y la pena y el resentimiento, la desesperación y el miedo, las flaquezas de la voluntad y cómo éstas conducen a la deslealtad o a la traición, a la ambición desmedida, a la crueldad. El odio y el mal: la caída, para ponerlo en términos de moral judeocristiana. Seguidor de Papini, y, por esto, poseído por el drama incesante de esta poderosa proclividad, Arreola, que también era un supremo moralista, supo hacer lo que pudo por dirigir su propia imaginación en el sentido contrario, y de ese afán resultaron piezas hermosas y enigmáticas como «Hizo el bien mientras vivió» y «Pablo», cuyo encantamiento, en parte, radica en su carácter de redenciones. Pero es un hecho que, como él mismo señalaba, el atractivo irresistible de la Divina Comedia está en el Infiernoantes que en el Paraíso: ¿qué quiere decir eso de nosotros?
He venido pensado en esa angustia del maestro a raíz del hallazgo de una obra que, contra la querencia generalizada y aparentemente natural por la caída, se ocupa meramente del bien, lo que es de suyo insólito. Se trata de la serie televisiva Derek, escrita y dirigida por Ricky Gervais, y cuya primera temporada se estrenó hace poco (y está disponible en Netflix). Transcurre en un asilo de ancianos llamado Broadhill, en algún punto del Reino Unido, en la actualidad; ahí trabaja el protagonista, un cuarentón cuya singularidad está dada por lo que parece una condición de desventaja: solitario, torpe y más bien infantil (su gran gusto es ver videos chistosos de animales en YouTube), es lo que se diría un inocente o un simple. Lo acompañan la directora del asilo, Hannah (una mujer entregada con auténtica abnegación a las agotadoras tareas de atender a los residentes), el conserje del lugar, Dougie (un magnífico pesimista, encarnación insuperable de la desolación tras su facha desastrosa y la resignación que lo mantiene ahí), y el inexplicable Kev, un amigo que no trabaja y se la pasa hablando procacidades. El resto son ancianos silenciosos, casi inmóviles, desvalidos, a veces sonrientes (una vez bailan en una fiesta), solos, a la espera de que la vida termine de escapárseles —como en efecto ocurre de cuando en cuando, para el desconsuelo renovado de Derek, que los quiere a todos.
Uno de los grandes satíricos de este tiempo, Gervais alcanzó una cima inesperada con esta serie: mientras, por hablar sólo de la televisión, lo que nos tiene absortos es la maldad extrema o el terror (asesinos carismáticos, corruptores encantadores, paisajes apocalípticos infestados de muertos vivientes, sociedades envilecidas, etcétera), lo que hay en Derek es, a salvo de todo cinismo, una profundísima y muy conmovedora exaltación de la bondad. Nada menos.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 10 de octubre de 2013.