Alivio

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«¿No que no, babosos?», declaró el señor al ver que la transferencia electrónica de 150 mil dólares ya henchía su estado de cuenta. (O, si no lo declaró, sí lo pensó, muerto de risa).

Aunque el escándalo en torno al Premio FIL 2012 hizo daño a la feria, como reconoció hace unos días su presidente, Raúl Padilla, también es cierto que tal perjuicio está lejos de aniquilarla: en parte porque habrá forma de repararlo, por ejemplo rectificando los modos en que se conforman los jurados del premio en cuestión y los lineamientos de su actuación (transparentando lo más posible los criterios para elegirlos, pero también los criterios por los que se rigen al deliberar y tomar sus decisiones); en parte porque la feria es, en cierto sentido, un bien común que nos importa a muchos, y sigue y seguirá siendo una ocasión excepcional de resistencia ante la barbarie imperante: como festival cultural, como centro de negocios en torno al libro en Iberoamérica (su función principal), como una de las iniciativas más relevantes que haya sacado adelante una universidad pública en la historia reciente de este país —con todos los peros que se le puedan poner, empezando por las condiciones de precariedad que prevalecen en la vida de la Universidad de Guadalajara.
            Por otro lado, la serie de desatinos que comenzó con la elección de Alfredo Bryce Echenique y terminó (parece que ya terminó) con la obstinación de desoír todas las voces que se alzaron en contra, anunciando que el diploma se le llevará a donde él quiera (el señor quiso recibirlo en París) y que se le hará la transferencia electrónica de los 150 mil dólares a su cuenta (no va a tener ni que molestarse en ir al banco a cambiar un cheque), quedará (ya está quedando) como un episodio destinado al olvido. Se han suprimido del programa de actividades de la feria las que protagonizaría el novelista, y no parece que vaya a haber más repercusiones: no veo a ninguno de los autores más conspicuos que objetaron el premio (Juan Villoro o Alberto Ruy Sánchez, pongamos) cancelando su participación como forma de protestar: ¿la mucha indignación es nomás tantita? Leí la pormenorizada investigación que publicó Nexos sobre el modus operandi del peruano como ratero impenitente («En el taller de Bryce Echenique», de Fabiola Ramírez Gutiérrez): está muy bien, pero sirve sólo para documentar una carrera de fechorías, no para revertir lo que ya ha sido y quedará apenas como anécdota sin consecuencias, cosa que sin duda tuvieron en cuenta Julio Ortega, Jorge Volpi y compañía, por mucho que no hayan calculado la resonancia que alcanzaría su irresponsabilidad.
            Harto del tema, hace un par de semanas me metí mejor a leer Un mundo para Julius, la celebradísima novela de Bryce Echenique, parte emblemática de la obra que, según quienes juzgan improcedente meter en el mismo costal a la literatura y al periodismo, hace de este autor un merecedor indisputable del Premio FIL. Bien, pues me pareció una absoluta porquería. Qué alivio que nos hayamos librado de la monserga que habría sido ver a este escritor festejado por todo lo alto en la feria.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 25 de noviembre de 2012.

Megapremios

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Mi reacción inmediata al saber quiénes han ganado los tres megapremios literarios anunciados recientemente (el FIL, el Nobel y, hace unos días, el Carlos Fuentes) ha consistido en preguntarme: ¿no había nadie más? Mi respuesta, también inmediata, a esa reacción, ha sido: claro que sí, siempre quedará alguien que, pudiendo haber sido distinguido, habrá sido desdeñado por el jurado de cada galardón. Alguien, quiero decir, con más méritos evidentes. Pero Alfredo Bryce Echenique, Mo Yan o Mario Vargas Llosa, por célebres e incluso buenos escritores que puedan ser (a veces los premios le atinan), fueron las elecciones misteriosas —las deliberaciones necesariamente tienen carácter confidencial— que tres puñados de individuos hicieron en nombre de las instituciones que les confiaron esas tareas. Y a quienes no formamos parte de esos puñados sólo nos queda conjeturar qué pudo moverlos: cómo razonaron su decisión, qué motivaciones convenencieras, políticas o comerciales pudo haber detrás de sus razonamientos, qué tan determinante pudo ser su ignorancia o su irresponsabilidad.
            Dicho de otro modo: ¿qué tenían en la cabeza quienes firmaron las actas? Por lo que toca al jurado del Premio FIL, al menos dos de sus integrantes, Julio Ortega y Jorge Volpi, han ido revelándolo al pronunciarse sobre el escándalo que propiciaron: desentendidos del hecho de que su gallo sea un delincuente (plagiario reincidente, denunciado y sancionado: mentira que, como él ha alegado, la justicia de su país lo haya resarcido), lo que menos ha llegado a preocuparlos ha sido el daño causado con su proceder y su empecinamiento: al premio y su tradición, a sus auspiciantes, a la Feria Internacional del Libro y a la Universidad de Guadalajara que la organiza. Se quejan de una «campaña» contra Bryce Echenique, pero a su vez están haciendo una para recabar apoyos a su desfiguro, con lo que aseguran que el Premio FIL termine por ser ya no un hazmerreír, sino una auténtica sinvergüenzada.
            Respecto a los suecos que eligieron al novelista chino, los imagino enfrascados en conseguir la mayor perplejidad con su anuncio. Falta leer a ese autor, claro, pero da la impresión de que el Nobel busca, ante todo, eludir lo previsible, y que por ello se ha vuelto un premio absolutamente irrelevante —salvo para sus ganadores y los editores de éstos, claro. Y en cuanto al Premio Carlos Fuentes, éste sí cantadito, ya demostró ser el alarde de frivolidad que se sospechaba: inútil para los lectores (al menos la elección de los suecos propone un descubrimiento), será sólo ocasión de ostentación para un Estado que por lo visto no sabe en qué derrochar. ¿A quiénes sirven los megapremios? A quienes los dan y a quienes los cobran (y a sus editores): los lectores ya podríamos ir aprendiendo que la literatura vive de otros modos, a solas con nosotros y al margen de baladronadas, enigmas y disparates.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 18 de octubre de 2012.

Resistencia

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Viajar por México supone encontrarse con variaciones de grado del desastre y su repercusión en la vida cotidiana. De lo malo a lo pésimo, pasando por lo peor. Estos días me tocó visitar una de las regiones del país en que la realidad se ha ensañado más, convirtiendo lo que tendría que ser la capacidad de asombro de la gente —el estupor ante la barbarie— en la constatación de un espanto sostenido, instilado incluso en el habla y en cada acto que se tendría por normal si no tuviera lugar en este presente delirante: ir por la calle, por ejemplo (las calles empiezan a quedar desiertas a las ocho de la noche). El habla: el sujeto está implícito en las oraciones («vinieron», «se quedaron», «son los dueños», «se hace lo que quieren», «dicen que lo mataron», «cómo van a reaccionar», «me pusieron la pistola en la cabeza»), no se lo nombra porque no hace falta, o bien por una precaución instintiva: se habla en voz baja, así vaya uno platicando en el coche. ¿Delante de la mira de cuántas armas se cruza en el transcurso de una mañana? Al llegar, antes de salir del estacionamiento del aeropuerto, ya había contado tres, con sus enmascarados correspondientes en los convoyes que recorren como gusanos esta podredumbre: manzanas y más manzanas de negocios abandonados en las que lo único que progresa es la desolación: una ciudad en ruinas, aunque apenas tenga poco más de cien años. En Guadalajara acaso pensemos que vamos acostumbrándonos al sobrevuelo ominoso de los helicópteros: aquí queda claro que es algo a lo que resulta imposible acostumbrarse.
            Vine a dar un taller de ensayo literario, en un admirable centro cultural animado por ciudadanos que desde hace años se han empeñado en sostenerlo (profesores de instrucción básica sindicalizados, pero abiertos a la participación del público en general). Entre otras actividades, tienen una sala de lectura, un taller de grabado, organizan cursos, conferencias. Lo normal, es decir, lo insólito: la gente reunida en torno a los libros, a la música, al estudio, al arte, pero en un espacio al que no se sabe si se va a llegar o del que no hay modo de asegurar que se va a volver. Mientras conversábamos —sesiones emocionantes, gracias al entusiasmo de los participantes, a su interés auténtico, a la agudeza de sus lecturas y de sus comentarios—, experimenté una extrañeza irresistible: ¿no era descabellado que estuviéramos allí hablando de Paz, de Montaigne, de Brodsky, de Swift, de Chesterton, enmedio de la locura imperante? Sí, y justo por eso es que había que estar allí: porque en esas reuniones se encuentra la que seguramente sea la sola forma de resistencia a nuestro alcance, la que sin duda va a lograr que algo se salve. De modo que la cultura es esto, a fin de cuentas, y que para esto sirve: ahora vengo a enterarme. Este país depravado y horroroso, increíblemente, también es el país de esta gente que lee, conversa, disfruta y sueña y ríe.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 11 de octubre de 2012.

Melodrama

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(Como ya es un fastidio andar viendo el retrato de Bryce por todos lados, 
mejor pongo esta fotito).

Parece que hay tres finales disponibles para el melodrama suscitado con la designación de Alfredo Bryce Echenique como ganador del Premio FIL 2012. Uno, el que quizás sea más deseable, consiste en que el peruano termine por declinar: un gesto que sería digno, y hasta elegante, por cuanto significaría poner el respeto a las instituciones que sostienen el premio por encima de cualquier interés personal. Cualquiera que sea la situación legal de este escritor —va resultándole favorable, por lo que él mismo afirma—, el hecho es que su nombre y su prestigio están al menos en entredicho, y que vistas las evidencias de los plagios de que se le acusa —y que Bryce ha llegado a reconocer, explicándolas como descuidos, en algún caso imputables a su secretaria, pero sin disculparse jamás ni con sus lectores ni con los autores agraviados—, también el prestigio del premio, y el de los integrantes del jurado, va quedando preocupantemente maltrecho. (Tras la crisis que atravesó el Premio Xavier Villaurrutia a principios de año, la renuncia de Sealtiel Alatriste puede entenderse como la ocasión inmejorable para replantear sus fines y sus mecanismos: qué honor tan dudoso habría acabado siendo en adelante el Villaurrutia si Alatriste lo hubiera recogido).
            El segundo escenario, también deseable pero menos probable, es que la organización del Premio FIl encuentre la forma de revertir su elección. En la carta abierta que Sergio González Rodríguez publicó esta semana al respecto hay argumentos para reconocer que no es imposible. El mensaje que las instituciones convocantes enviarían, de rectificar así, sería de responsabilidad con la tradición que la concesión de este galardón ha ido robusteciendo —aun cuando se trate de una tradición algo dispareja, dados los altibajos en la calidad de las obras de quienes lo han ganado, pero la historia de todo premio es más o menos chipotuda.
            Y el tercero, el más seguro, es que Bryce venga, cobre y siga tan orondo, recuperando, gracias a las astucias legales de su abogado, los montos de las multas que la justicia peruana le ha hecho pagar. Que el dinero es algo que le importa mucho, como se desprende de un correo electrónico que el crítico Julio Ortega, integrante del jurado, hizo circular hace unos días, y donde constaba una declaración de Bryce: «INDECOPI, la institución peruana que defiende los derechos de autor, me ha devuelto con intereses la multa que me impuso». Ni una palabra sobre su honorabilidad ni sobre la integridad de su obra, mucho menos sobre su probidad intelectual y artística: lo que él pelea es que le devuelvan la lana, y que no vayan a dejar de darle la que acaba de ganarse. (Ortega, su escudero, envió el correo a «amigos» —los remitentes estaban a la vista; a mí me llegó de rebote—, y, tras dolerse hablando de «sacrificios humanos», incurría en esta comparación: «El hecho es que nadie acusó a Gide de inmoral cuando le dieron el Premio Nobel». De ese nivel está el juicio del jurado). El melodrama sigue: ya veremos en qué para.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 4 de octubre de 2012 2010.

E. L. Doctorow: la Historia implacable

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Daniel tiene unos nueve años; Susan, su hermana, unos cinco. Hasta hace un momento corrían tomados de la mano a través del frío gris de una ciudad que los ignora por completo. El agotamiento los ha obligado a reducir la velocidad, pero aún avanzan tan rápido como lo pide su miedo y como lo permite su desorientación: están extraviados. Daniel intuye que, si se paran a preguntar dónde están, automáticamente dejarán de ser invisibles, los sujetarán, vendrán por ellos. Susan tiene que detenerse para estirarse las calcetas blancas y flojas que han ido remetiéndosele en sus zapatos negros y ya le han hecho ampollas en los talones...

Publicado en el nuevo número de Magis. Para seguir leyendo, por acá, por favor.