NUEVO CICLO DEL TALLER DE ENSAYO LITERARIO

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El lunes 2 de julio, a las 17:00 horas, dará comienzo el nuevo ciclo del

Taller de Ensayo Literario

de la Librería José Luis Martínez del FCE

Esta nueva edición estará orientada por la atención a tres pares de cualidades del género: la agudeza y la profundidad que con ella se consigue, la liberalidad de la escritura al servicio del gozo en la lectura y la incumbencia personalísima de las ideas en pos de una incumbencia universal.
Puesto de otro modo, lo que se buscará será enfocar las lecturas, así como los ejercicios de escritura, sobre la detección —y la consecución, en el segundo caso— de rasgos estilísticos según los cuales el ensayista puede ser, como quería Octavio Paz, «ligero y no superficial, hondo sin pesadez»; veremos de qué modos y por qué rutas la imaginación, la curiosidad y la inteligencia hacen de la lectura de un ensayo una navegación ante todo placentera —independientemente de la naturaleza de su tema—, y cuáles son los riesgos por eludir y las aventuras a las que hace falta atreverse; y reflexionaremos sobre cómo el ensayista ha de procurar que sus preocupaciones, sus dudas, sus argumentos y sus hallazgos conciernan a cualquier lector —pues los méritos que hacen disfrutable la lectura de un ensayo, cualquiera que sea su asunto, derivan de la medida en que demuestre haber sido absolutamente necesario.

El programa de este nuevo ciclo es el siguiente:

Sesión I
Lunes 2 de julio —Presentación de los participantes, introducción, revisión de la bibliografía y acuerdo sobre la dinámica a seguir.
—Comentarios de apertura a partir de tres preguntas: ¿para qué sirve escribir ensayos?, ¿para qué no sirve escribir ensayos? y ¿cuáles son mis dificultades con el ensayo literario?

Sesión II Lunes 9 de julio
LAS IDEAS AL VUELO
—Discusión sobre la lectura de una selección de fragmentos de los libros Extravíos o Mis ideas al vuelo, del Príncipe de Ligne, y Descanso de caminantes, de Adolfo Bioy Casares.
(Tema para escribir: «Un secreto»).

Sesión III
Lunes 16 de julio
CONVICCIÓN, OPINIÓN Y JUICIO
—Comentarios sobre la lectura del libro Cinco dificultades para quien escribe la verdad, de Bertolt Brecht. (Tema para escribir: «El grito»).

Sesión IV Lunes 23 de julio ELOGIAR, EXALTAR, ESTABLECER Y DEFENDER
—Comentarios sobre la lectura de los ensayos «Elogiar, exaltar, establecer y defender», «Sobre el verdadero artista» y «Sobre el ensayo», de G. K. Chesterton.
(Tema para escribir: «Elogio de alguien a quien detesto»).

Sesión V
Lunes 30 de julio
EL INSTANTE DECISIVO
—Comentarios sobre la lectura de una selección del libro Fotocopias, de John Berger.
(Tema para escribir: «Los horrores del Paraíso»).

Sesión VI
Lunes 6 de agosto
LA CURIOSIDAD «EN FORMA»
—Comentarios sobre la lectura del primer capítulo del Diario de Oaxaca, de Oliver Sacks.
(Tema para escribir: «Un mito en el que escojo creer»).

Sesión VII
Lunes 13 de agosto
EL RECURSO A LA MEMORIA
— Comentarios sobre la lectura del ensayo «Evocación de un comedor de chile», de Francisco González Crussí.
(Tema para escribir: «Consternación a partir de una insignificancia»).

Sesión VIII
Lunes 20 de agosto
LA ADMINISTRACIÓN DE LA LUCIDEZ
—Comentarios sobre la lectura del texto «Liminar» del libro La llama doble y el ensayo «Los reinos de Pan», de Octavio Paz.
(Tema para escribir: «Un rostro inolvidable»).

Sesión IX Lunes 27 de agosto
EL ENSAYO LITERARIO COMO UN AJUSTE DE CUENTAS
—Comentarios sobre la lectura del ensayo «Adiós a Pinocho», de Gerardo Deniz
(Tema para escribir: «El peor de los miserables»).

Sesión X Lunes 3 de septiembre
LA ILUMINACIÓN
—Comentarios sobre la lectura de una selección de las Voces reunidas, de Antonio Porchia.
(Tema para escribir: «La fabricación del recuerdo»).

Sesión XI Lunes 10 de septiembre
LA INTELIGENCIA EN MOVIMIENTO
—Comentarios sobre la lectura de «Palomar en la playa», de Italo Calvino.
(Tema para escribir: «Celebración de un absurdo»).

Sesión XII Lunes 17 de septiembre
LA PRESENCIA DEL LECTOR
—Comentarios sobre la lectura de la conferencia «El rival de la guerra», de Chris Hedges.
(Tema para escribir: «Para qué sirven los laberintos»).

Sesión XIII
Lunes 24 de septiembre
LAS CONSECUENCIAS DE LO QUE ESCRIBIMOS
—Comentarios sobre la lectura del ensayo «Del deber de la desobediencia civil», de Henry David Thoreau.
(Tema para escribir: «La mejor manera de perder el tiempo»).

Sesión XIV Lunes 1 de octubre
LO LITERARIO DEL ENSAYO LITERARIO
—Comentarios sobre la lectura del ensayo «Sortilegio y astrología», de Thomas de Quincey.
(Tema para escribir: «Nuevos usos para aparatos viejos»).

Sesión XV Lunes 8 de octubre
EL ESPACIO DEL ENSAYO
—Comentarios sobre la lectura del ensayo «Café San Marcos», de Claudio Magris.
(Tema para escribir: «El viaje»).

Sesión XVI Lunes 15 de octubre
EL ENSAYISTA, EL SOLISTA
—Comentarios sobre la lectura de un fragmento del libro La sepultura sin sosiego, de Cyril Connolly.
(Tema para escribir: «De qué me sirve escribir ensayos»).

DINÁMICA Las sesiones se dedicarán a la discusión de ciertos ensayistas notables que resulten relevantes para los temas que vayan abordándose, así como a la revisión a fondo de los ensayos presentados por los asistentes, prestando especial atención al estilo y a las intenciones de la escritura.
Al inicio del taller se proporciona una bibliografía, y en cada sesión se entregan los juegos de fotocopias de las lecturas por hacer.
De acuerdo con el grupo, los ensayos presentados en el taller irán publicándose en el blog del mismo (www.eltubodeensayo.blogspot.com).
HORARIOS Y COSTO Las sesiones serán los lunes, de 17:00 a 19:00 horas, del 2 de julio al 15 de octubre de 2007.
El costo es de $350.00 al mes por persona; como una promoción, quien desee cubrir los cuatro meses por adelantado pagará sólo $1,200.00 y recibirá un paquete de libros que le obsequia el FCE. Mayores informes en el teléfono 044331-246-7075, o en la dirección electrónica azotecarranza@yahoo.com

Fin de una tradición

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¡Ni la presencia de tres ganadores del Nobel en la primera —y única— ceremonia de entrega del Premio FIL fue suficiente para que esta tradición perdurara! Ahí los tienen: José Saramago, Gabriel García Márquez y Nadine Gordimer, que en la imagen rodean a Monsi (Carlos Fuentes, que no tiene el Nobel ni el Rulfo ni el Premio FIL, tampoco alcanzó a salir en la foto, pero ahí andaba. La que sí se distingue es Sara Bermúdez, que ese día chilló porque las rechiflas no la dejaban hablar).


Por la información dada a conocer esta semana, lo más seguro es que el Premio FIL, cuyo primer ganador —y el último, seguramente— fue Carlos Monsiváis, deje de existir este año. ¿No es una pena? La que habría podido ser una bonita tradición, inaugurada por la concesión del jugoso galardón al autor de Amor perdido, se cancela antes de haberse visto enriquecida por los nombres de cuantos autores hay que pudieron obtenerlo también, provinientes de todos los rincones de América, España y Portugal, sin olvidar el Caribe —siempre y cuando no escriban en papiamento, los caribeños, o en otra lengua que no sea el español, el inglés, el francés o el portugués, o en alguna que no sea el español los canadienses o los estadounidenses, aunque los colombianos o los bolivianos y todos los demás latinoamericanos sí puedan hacerlo en inglés, portugués o francés, lo mismo que en catalán, en portugués o en español los de España y de Portugal, y los brasileños en la lengua que les dé la gana, etcétera, cosa que se prestaría a confusiones del tipo: ¿qué pasa si a un vasco, con domicilio en la Península, pero que ha redactado sus piensos en Lima o en Curitiba, le dio la gana hacerlo en francés? ¿Califica o no?
El caso es que, para quien dude todavía de la singularidad de Carlos Monsiváis, tan la tiene que habrá terminado recibiendo un premio que sólo ha parecido existir para que lo ganara él. Dicho sea, claro, sin malevolencia, y sólo porque tal fue el rumbo de la historia del escandalito —el país despedazándose y los culturati con sus cosas—: luego de haber sido entregado por última vez, el otrora Premio Juan Rulfo les cae gordo a los herederos del escritor que le daba nombre (o bueno, parte, porque Rulfo ni siquiera se llamaba nomás así: también era Pérez, y Nepomuceno, y Vizcaíno), y entre otras razones alegan que su último ganador, el poeta Tomás Segovia, insultó a papá. Mientras comienza la disputa legal (los herederos quieren que la firma de papá sea una marca registrada, los organizadores del premio quieren seguir organizándolo y que siga llamándose como se llama), la convocatoria sigue abierta y todos los candidatos o posibles cruzan los dedos, y de pronto a alguien se le ocurre la creación del Premio FIL. Gana Monsi. Abrazos, homenaje, felicidad. Hasta su cabeza, en bronce, se alinea junto a las del presunto deslenguado Segovia y todos los que habían ganado el Rulfo —que, existiendo el Premio FIL, habría de suponerse, ya no existía más. Pasa el tiempo, se lanza la convocatoria del segundo Premio FIL (que, curiosamente, va acompañada de los ganadores del Rulfo: ¿por qué?), y ahora, cuando está ya cerca la fecha del cierre, todo parece indicar que resurgirá el Premio Juan Rulfo, pues el nombre de papá no podrá ser una marca, como ya lo decidió el Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial. ¿Qué va a pasar? Que seguramente desaparecerá el Premio FIL. Lástima: tan bonito que era, caray, y tan efímero que resultó.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 29 de junio de 2007.

Nublazón

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Hasta parece broma. El temporal de lluvias se declara, la ciudad se desquicia. El error histórico, claro, es que Guadalajara haya decidido quedarse donde a las nubes tanto les gusta descargar, y con tanta violencia. Solución: levantar la maqueta y llevarla para otro lado, a algún páramo árido donde, si acaso, muy de vez en cuando alguna llovizna inofensiva, un chipi-chipi, apenas alguna brisita ligera, humedezca y refresque un poco pero sin hacer desastres: alzar la ciudad por los aires y trasladarla —cómo: quién sabe: para eso hay ingenieros—, quizás a otro planeta, o al menos a algún vasto valle de Australia, donde el agua no se empecine en inundar calles, el viento no derribe árboles, las tormentas no desconecten a manotazos las redes de electricidad... Una nueva ubicación que, en suma, nos tenga a salvo del amplísimo espectro de las desgracias que año con año nos asedian y nos afligen por la necedad de seguir aquí. ¿Por qué nos aferramos a padecer este destino aciago? Uno está viendo la tele y en una esquina de la ventana, al caer la tarde, alcanza a distinguirse una grisura remota en el cielo. Poco después empieza a soplar un vientecito malévolo, y de pronto, ¡zas!, todo es tinieblas y desolación. Ni siquiera hace falta que caigan las primeras gotas para que la emergencia esté en su apogeo: ya estarán atorándose miles y miles de automovilistas en los súper pasos a desnivel por todos lados y en cualquier avenida —en Guadalajara los semáforos se iluminan con velas: sopla tantito aire y se apagan—, ya estará subiendo el nivel de los lagos instantáneos que brotan por doquier, habrá choques, damnificados, algún ahogado que se fue por alguna boca de tormenta... Y a uno no le ha dado tiempo ni de ir a cerrar la ventana o descolgar la ropa tendida en la azotea. Al rato, ya que la luz vuelve, y con ella la tele, el noticiero da cuenta del caos que imperó en los eternos minutos de la primera tormenta del año. Y al salir y encontrarnos con otros sobrevivientes, la perplejidad es tan inevitable como absurda: ¿cómo es que Guadalajara puede volverse así de loca con una lluvia? Y apenas es la primera, nos repetimos, como si no sucediera lo mismo todos los años.
La naturaleza de la relación que los tapatíos sostenemos con la lluvia dice mucho sobre nuestra naturaleza en general: quién sabe si por arrogancia o por negligencia, o por una mezcla de ambas cosas —más bien—, el hecho de que las primeras tormentas nos sorprendan parece indicar que sencillamente no nos ha dado la gana tomar ninguna previsión. Nunca. Y siempre es mucha el agua que cae, y mucho el relajo que arma, y mucha nuestra estupefacción. Tampoco, sobra decirlo, se nos ha ocurrido jamás alguna manera de aprovechar los torrentes, y lo más seguro es que pasarán las generaciones sin que nada se haga al respecto. «Cae o cayó. La lluvia es una cosa», dice un poema de Borges, «que sin duda sucede en el pasado». Como aquí, exactamente: aquí creemos que nunca va a volver a llover.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 22 de junio de 2007.

Monty Python - International Philosophy

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López: «¡No hay peor lucha que Lucha Villa!»

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La estampa es inolvidable: en la soledad abrumadora del escenario de un Festival OTI, sólo amparado en su guitarra, un hombre con máscara de luchador acompañaba el último rasgueo de un blues con una admirable declaración de principios: «¡No hay peor lucha que Lucha Villa!». Tan insólito era el personaje como la circunstancia: el famoso festival, que tuvo lugar hace millones de años y del que sólo queda recordar visiones esperpénticas (el espeluznante coro de Los Hermanos Zavala, Alberto Ángel «El Cuervo» cantando que él no iba a la guerra, la melena de Felipe Gil tras la batuta, la risita oligofrénica de Raúl Velasco —que en paz puje—, etcétera) era el foro donde uno nunca habría esperado que el de la máscara apareciera. Es cierto que, poco antes, había lanzado, en el furor ochentero de las canciones con imágenes, un videoclip estridente y francamente horrible, el de la canción «El mequetrefe». Pero de ahí a que compareciera en la competencia donde Napoleón solía ganar por noqueada... El caso es que ahí estuvo, cantó el «Blue Demon Blues», gritó eso y no se volvió a verlo en la tele por un buen rato. Lucha Villa, claro, todavía estaba en toda su gloria. A quién se le ocurre.
Hace otros millones de años vino al Cabañas y dio un concierto donde retó a un espectador impertinente: fue, el tipo, se acercó al estrado, y él le dio una cachetadita para que se sosegara. Otra vez, también en la prehistoria, tocó en el Foro de Arte y Cultura, y entre el público cuchicheaban dos señoras ya mayores y muy elegantes. «¡Este muchacho!», decía una, «¡Mira nomás en lo que acabó!». La otra asentía con una mezcla de consternación y resignación. El muchacho, como si las oyera —por lo visto eran unas tías—, con jeans negros, saco negro arriscadito y camiseta, el greñero alborotado, cantaba y se reía y se mecía con la guitarra, como todo un desfiguro feliz de serlo, y en algún momento pareció que iban a zafársele las articulaciones. Volvió mucho tiempo después, en distintas ocasiones: una, estuvo en el Cine Foro, otra en un par de cafés... Cada vez con la voz más rocallosa, con mayor elocuencia en los guitarrazos, con el greñero en retirada y la barriga prosperando. Con canas en las barbas, recientemente. En tanto, la fama («la fama fatal», dice en una canción, «con su nailon que hipnotiza y sus mil y una estrellas») dejó de mostrarse tan díscola como de costumbre, y aunque fuera de lejecitos le mandó besos, gracias a la versión que hizó Café Tacvba de su «Chilanga banda». Y siguió componiendo y cantando (su padre le dijo una vez: «Cantas feo pero tristón»), hizo un cómic con el artista Felipe Ehrenberg, puso su voz a un personaje de Buscando a Nemo, grabó un puñado de discos, publicó un libro, homenajeó a su paisano Rigo Tovar... Cumplió cincuenta años y algunos más. Y ha seguido siendo, para muchos que tenemos en las canciones de La Primera Calle de la Soledad una explicación exacta de nuestra naturaleza sentimental, el mejor poeta del rock nacional. Esta noche vuelve a cantar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 15 de junio de 2007.



Lo que faltaba

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Qué alegría que, a unos meses del cumpleaños de Gabriel García Márquez y los cohetes que por dondequiera tronaron festejándolo, estuviera esperándonos el cumpleaños de su novela más famosa, Cien años de soledad. Y qué alegría porque así hay pretexto para alcanzar a decir, antes de que el tema quede sepultado por el olvido que merece toda efeméride sensacional, dos o tres cositas acerca del colombiano y su canonización en vida, y acerca de su libro famoso y la espectacularidad con que se ha querido celebrar que exista. (Lo malo, claro, es que el aniversario de la primera edición de la novela es el número 40, y eso garantiza que de aquí a diez años —si no es que algún ocurrente decide que el 45 también es bonito número— estemos presenciando otra pachanga tan ruidosa y cursi como ésta, otro aluvión de encomios, de lo hiperbólico a lo histérico, en loor del Nobel de Aracataca, y peor si el hombre todavía no se nos ha adelantado y aún anda entre los mortales para mostrar, como hizo recientemente en la visita a su pueblo natal, el desdén que le merecen las multitudes de fans).
Gabriel García Márquez, vamos, podrá ser un escritor interesante, pero lo triste de su entronización es que ponga de relieve las carencias y las omisiones de cualquiera que sinceramente acepte ser su súbdito y montarle su altarcito. Por extraordinario que pueda parecerle a sus lectores, y aunque en literatura es absurdo pensar en términos de campeonato, García Márquez ha sido, en muy buena medida, un suertudo cuyos tantos se han tenido más en cuenta que sus yerros, y que perdería por goleada si, a salvo del barullo publicitario que no cesa de cantar sus glorias, esos mismos lectores se propusieran leer con el mismo buen ánimo (y la misma disposición a maravillarse) a, por lo menos, una media docena de escritores, también latinoamericanos y también del siglo 20. Por no mencionar a Juan Rulfo o a Jorge Luis Borges, que lo dejan enanito, García Márquez dudosamente podría medirse, pongamos, con Roberto Arlt. Pero ¿quién, de cuantos adoran al santón, tiene en cuenta la valía de Arlt? Las injusticias de la celebridad, podrá pensarse. Y es cierto: Arlt, para empezar, no vivió lo suficiente —y maldita la gana que habría tenido— para que los flashes y los poderosos repararan en él, y además ni siquiera se habría podido adjudicarle epítetos como «mágico», pues lo suyo era más bien difícil e incómodo. Lo suyo era lo más humano de lo humano. Y eso a quién va a interesarle. Pero no tiene sentido seguir por esos rumbos (que, con todo, darían para mucho: ¿a un buen lector de Conrad, de Melville, de James, le podrían temblar las piernas con la saga de los Buendía y su basural de florecitas amarillas?).
En fin: ahí está la edición conmemorativa de la novela de García Márquez, al mismo tiempo un club de amigos y un álbum de trivialidades —y excesos injustificables: más de alguno la equipara con el Quijote. Es un volumen macizo: se ve que atranca las puertas muy bien.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 8 de junio de 2007.

Tiempo de leer

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Aunque, a simple vista, parezca encomiable y digno de nuestra civilizada adhesión, el ideal que persiguen las iniciativas institucionales en pos de la implantación del hábito de la lectura en la vida de todo ciudadano es precisamente eso, un ideal, y se tiende a alcanzarlo por medio de acciones más bien soñadoras o descabelladas, candorosas o sencillamente ridículas. Más allá de que el sexenio del pasmoso analfabeto Vicente Fox estuviera marcado por una declarada enemistad con los libros, antes y después ha sido inevitable desconfiar de todo funcionario que adorne algún discurso con las consabidas razones —y siempre inútiles— en torno a las excelencias y las felicidades que hay en leer. (A propósito de Fox, cuya desdichada estampa tardará mucho en borrarse de la memoria de la nación, debe reconocerse que ciertamente —su adverbio favorito— consiguió el retorcido propósito de legar a las generaciones un emblema incuestionable de su paso por la historia: la Biblioteca José Vasconcelos, el cascarón oneroso e inservible que alberga la riquísima colección de estupideces, malhechuras y timos —que, si hay suerte, le impedirán reabrir sus puertas hasta enero del año próximo— posible gracias a la arrogancia imperdonable del ex Presidente y de Sara Bermúdez, la insólita sirvienta que tuvo al frente del CONACULTA cumpliéndole caprichos a él y a su monstruosa mujer, y gracias también a la indolencia y la complacencia cómplice de funcionarios, legisladores y representantes de la supuesta «inteligencia» mexicana —escritores y opinadores entusiastas con el absurdo faraónico, de Carlos Fuentes para abajo, y pasando por el tatuador de ballenas Gabriel Orozco, encantado de la vida porque alcanzó a colgar ahí su adefesio—, que no supieron parar el desastre a tiempo y ahora ni siquiera pueden ir a visitarlo, porque hay goteras y les puede caer un pedazo de techo en la cabeza).
Leer está bien, eso nadie va a negarlo. Y que a la gente le diera por leer más y mejor sería muy bonito y muy bueno. Pero, por encima de estas certezas simples, hay una verdad evidente que resulta preferible eludir: leer, en México, no sólo no le interesa a casi nadie, sino que además, para los tercos que se lo proponen, resulta endiabladamente difícil. Y las razones no son menos simples: para leer se necesita tener tiempo y tener dinero (a la vez y en cantidades suficientes), y la seguridad de que al dedicar un pedazo de vida a encontrarse a solas con un libro no se está perdiendo lo uno ni lo otro. Para seguir con las perogrulladas: perder tiempo es perder dinero (tan útil, por ejemplo, para tener qué comer, y no se diga para comprar libros, que saben costar varios salarios mínimos), y por más gloriosa que, se supone, sea la inmersión en una buena novela, el hecho es que el tiempo de la mayoría de la población está siendo constantemente saqueado (por la procuración de la subsistencia y por la burocracia, para no ir más lejos), y así cómo. ¿O alguien tiene un tiempecito?

Publicado en la columna «La menor importancia» de Mural el viernes 1 de junio de 2007.